El jueves de la semana pasada, las Fuerzas Armadas rusas con todo su poderío militar comen­zaron a ingresar al territorio de Ucrania y se inició la invasión bélica de esta sufrida nación que lleva una larga experiencia de padecimientos por ata­ques de los vecinos más poderosos y vio­lentos en gran parte de su historia.

Aunque increíble por su contrasentido, el lamentable hecho no fue una sorpresa. Desde hacía tiempo las tropas rusas con todos sus armamentos estaban apos­tadas en las cercanías de la frontera ucraniana y los entendidos en la mate­ria de la Unión Europea, Estados Uni­dos e Inglaterra venían diciendo que en cualquier momento Rusia invadi­ría Ucrania. Tanto, que hasta señalaron que en febrero sería el inicio de la acción bélica. El propio papa Francisco, casi un mes antes, el miércoles 26 de enero en su audiencia general, había invitado al mundo para que rece por la paz en Ucra­nia ante los aprestos bélicos rusos y la proximidad de una guerra. Oró y pidió oraciones por la paz en Ucrania para evi­tar el conflicto. Tan inminente pare­cía la agresión rusa, que, a pesar de no desearlo, casi todo el mundo lo estaba aguardando.

La mayoría de los países que valoran la vida y la paz como máximos valores de la humanidad se pronunciaron contra el atraco de Moscú y se mostraron inclina­dos a comprender y a prestar ayuda a los ucranianos. Es que es imposible aplau­dir al invasor que atacó a su vecino, como no se puede felicitar a un asaltante que entra en casa ajena a matar y robar. Y los que no reaccionen condenando esos hechos no tendrán precisamente la apro­bación del resto de la humanidad que valora la sana convivencia entre los pue­blos.

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En el Mercosur, Argentina, Paraguay y Uruguay, menos Brasil, se pronunciaron en conjunto contra la invasión rusa, el viernes pasado. Llamó la atención la pos­tura brasileña que no quiso integrar la condena conjunta a Rusia. Ante esa pos­tura, el canciller paraguayo había dicho que no es lo mismo la declaración de un país que la de un bloque.

Vladimir Putin, ex agente de la policía secreta de la Unión Soviética, la KGB, tiene que saber que esta agresión no le saldrá gratis. Y lo más pronto posi­ble debe sacar sus tropas del territorio ucraniano. Tiene que comprender que el mundo ya no está en los tiempos del cri­minal Stalin y que no puede matar a per­sonas de la población rusa o de los pue­blos vecinos como en los tiempos de la oprobiosa Unión Soviética sin que nadie se levante contra su agresión. Las cosas han cambiado tanto que muy pocos se llamarán a silencio ante la actual bruta­lidad rusa. Ya no ocurrirá como en marzo de 1938, cuando Hitler invadió Austria y la anexó para Alemania con el pretexto de que el gobierno austriaco perseguía a los nazis de ese país, sin que reaccio­naran mayormente los otros países de Europa.

La invasión de Rusia a Ucrania es inadmi sible y no se la puede aceptar bajo nin­gún pretexto ni consideración. Lo que invoque el invasor como excusa para atropellar a otra nación soberana, cau­sar muertes y perjuicios económicos por millones de dólares no tiene valor, como no lo tiene la coartada de un vul­gar asaltante. Merece el oprobio y la enérgica condena por atentar contra la humanidad. La locura de la guerra no tiene argumentos válidos ni motivos que la justifiquen, pues es una aberración insostenible, que solo puede ser el len­guaje de los violentos y los criminales. Como ha dicho el Papa citando una de sus encíclicas, “la guerra es un fracaso de la política y de la humanidad, una claudicación vergonzosa, una derrota frente a las fuerzas del mal”.

Los gobiernos y las organizaciones que desean la sana convivencia mundial deben castigar a Putin por su actitud cri­minal y frenar sus impulsos bélicos por todos los medios posibles. El gobernante ruso no puede actuar como Hitler hace 84 años atrás, o como Stalin durante la lamentable dictadura soviética.

El mundo ha cambiado y no acepta nin­gún tipo de agresión de esa índole. Rusia debe deponer las armas, cambiar drásti­camente de política. Y empezar a traba­jar por la paz.

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