Algunos intelectuales latinoamericanos tienen una visión cuestionadora por nuestro consumo excesivo del pasado. En esa obsesión, argumentan, habría que buscar las razones de nuestro subdesarrollo. Estaríamos de acuerdo con este análisis, que pretende ser crítico, si es que viviéramos anclados exclusivamente en el ayer, perdiendo la noción del presente y la perspectiva del futuro. Pero, para nosotros, la realidad se presenta diferente. Remojar los pies en la memoria ayuda enormemente para aclarar la mente. Ocultar los errores solo abre la posibilidad de repetirlos. El pueblo sería fácilmente engañado por quienes, sin pudor, manipulan los sucesos, recientes o antiguos, para exponerlos de acuerdo con sus conveniencias y objetivos políticos. Se adulteran los hechos, pervirtiéndose el sentido de la historia. Mentid, mentid descaradamente mis amigos, que algo habrá de quedar, es una frase atribuida a Voltaire, mucho más antigua que la propaganda estratégica de Joseph Goebbels. Y fue, justamente, este último el que añadió una característica singular de las masas: tienen gran facilidad para olvidar.
Somos fieles creyentes de que la reiteración constante de lo sucedido, bueno o malo, es el mejor reconstituyente que tiene la memoria. Es la vitamina que nos ayuda a recordar, evitando así la disolución de los vínculos con nuestras raíces y con la comunidad en la cual vivimos. Impidiendo, también, que seamos víctimas de quienes, de manera recurrente, sacrifican la verdad. Es por ello que permanentemente estamos girando sobre algunos acontecimientos particulares. Lo que en el lenguaje profano conocemos como “variaciones sobre un mismo tema”. Es por eso que reflotamos hechos y expresiones, estadísticas, promesas y juramentos, pero no para remover heridas, sino para que la ciudadanía tenga el suficiente contexto que le habilite alcanzar sus propias conclusiones. Más que inducir para la formulación de una opinión sesgada, es nuestra misión desbrozar el camino que nos ayude a descubrir la verdad. Esa verdad que se funda en la certeza lógica o en la verificación objetiva de los hechos. Todo lo demás es simple opinión.
Una de esas recordaciones habituales tiene que ver con el enfoque obnubilado que tiene el Presidente de la República de su propia gestión. A casi cuatro años de su mandato aún no logró superar la faceta electoral que le llevó al poder. Sigue de gira proselitista. Busca y crea oponentes con quien cruzar guantes. Lanza golpes a ciegas. Cuando que, en puridad, él se alió con sus propios enemigos, no simples adversarios, que históricamente buscan la aniquilación –no solamente la derrota coyuntural– del partido que le permitió llegar a la Primera Magistratura de la Nación: la Asociación Nacional Republicana (ANR), Partido Colorado. Por ejemplo, el Partido Democrático Progresista (PDP), manejado arbitrariamente por el matrimonio Rafael Filizzola y la senadora Desirée Masi, le impuso, como mínimo, tres altos funcionarios en el gabinete presidencial. Nada más y nada menos que en lugares claves para la lucha contra la corrupción. Y con el fatal agregado de que recicló a políticos de oscuro pasado en el manejo de los recursos públicos.
Cuando desde nuestro diario demostrábamos, con documentos, la perversa administración de los bienes del Tesoro, el propio jefe de Estado asumía que nuestras objeciones tenían trasfondos políticos. Que eran ataques de los enemigos de su gobierno. Montañas de denuncias no le inmutaron. Hasta que la ciudadanía, harta de tanta impunidad, se apoderó de su tribuna legítima, la calle, y le envió al señor Mario Abdo Benítez un ultimátum contundente para la destitución de aquellos funcionarios que cargaban con la pesada mochila de la corrupción. Así se fueron, por la vía de la renuncia, la titular de Petróleos Paraguayos (Petropar), de la Dirección Nacional de Aeronáutica Civil (Dinac), personal superior del Ministerio de Salud Pública y Bienestar Social y el ministro secretario general de la Presidencia de la República, Juan Ernesto Villamayor. Le decíamos, entonces, al mandatario, y lo repetimos ahora, que los principales enemigos de su Gobierno estaban dentro del propio Gobierno.
La retórica es un arte difícil de manejar. Que lo diga el propio inquilino del Palacio de López. Días atrás confesó que “es normal que no le quieran al Presidente”, porque “yo tampoco le quiero a todo el mundo”. Un sentimiento explicable en cualquier ser humano. Pero, inmediatamente, expresó su orgullo de que “mis contrarios sean aquellos que están destruyendo a nuestro país”. Es ahí donde debía puntualizar mejor sus expresiones. No todos son sus “contrarios”. Algunos formaban parte de su círculo íntimo, como Arnaldo Giuzzio, destituido –después de la denuncia de este diario– como ministro del Interior por sus presuntos vínculos con el narcotraficante Marcus Vinicius Espíndola Marques de Padua. Aún sin reponerse de ese fuerte impacto –otra publicación nuestra– tumba al ministro de la Secretaría de Emergencia Nacional (SEN), Joaquín Roa, por su relación con un lavador de activos que cayó en las redes del operativo internacional “A Ultranza Paraguay”. Si anteriormente fueron “renunciados” varios funcionarios por presión de la calle, ahora tuvieron que irse porque los ojos de la Administración de Control de Drogas (DEA) nos clavó los ojos en la nuca.
Dentro de este mismo operativo es afanosamente buscado el pastor José Insfrán, considerado como el que envió la mayor cantidad de drogas a Europa. Insfrán Galeano se paseaba por Mburuvicha Róga y la Vicepresidencia de la República como Juan por su casa. Repetimos, por tanto, muchos de los “contrarios” de este Gobierno formaban parte del Gobierno. Y de su círculo más cercano.