La improvisación representa un elevado e ineludible costo para una gestión productiva y de cali­dad. Al no tener la capacidad para alcanzar un objetivo, los efectos no son los esperados. Eso se llama ineficacia. Cuando no se consiguen los resultados deseados ni con la mayor cantidad de recursos disponi­bles (ni hablemos de los mínimos posibles), estamos ante la definición más simple de la ineficiencia. Evaluando en retrospectiva los casi cuatro años de este gobierno encon­tramos tremendos déficits en puntos clave que garantizan el buen funcionamiento del Estado: educación, salud y seguridad. Los proyectos sociales, ya instalados en admi­nistraciones anteriores, tampoco fueron atendidos con carácter de sostenibilidad, sino que siguieron su curso por la simple acción de la inercia generando, entre otras cosas, el crecimiento de la pobreza extrema, aumento acelerado del costo de vida y des­empleo. Esta crisis empeora con el acele­rado proselitismo que estamos observando y viviendo en estos tiempos.

Independientemente de la pandemia ocasio­nada por el coronavirus, el actual gobierno nunca tuvo una visión anticipadora de los acon­tecimientos –la previsión– para encarar los fenómenos históricos que nos siguen atrapando en sus redes de pobreza, desempleo, desespe­rante inseguridad, sistema de salud de mala calidad y una educación que no logra cruzar el umbral de la sociedad de la tecnología y del conocimiento. Una educación que no encuen­tra la forma de rellenar los grandes vacíos en el campo de los valores, la democracia, la familia y el ambiente.

En el terreno económico, el año 2019 cerró con crecimiento cero y déficit fiscal del 3% del Pro­ducto Interno Bruto. Ahora, para el ejercicio fis­cal 2022 se anuncia que el déficit fiscal seguirá en su tope de 3%, mientras se prevé un nuevo endeudamiento de 600 millones de dólares. El año pasado, según el propio Ministerio de Hacienda, ese déficit trepó al 3,6%.

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Sabíamos, y lo advertimos, que a pesar de sus juramentos el presidente de la República, Mario Abdo Benítez, no iba a mantenerse pres­cindente de las internas de su partido: la Aso­ciación Nacional Republicana. Es comprensi­ble que así sea. El hombre es, necesariamente, un ser político. Desde la transición democrá­tica, prácticamente todos los jefes de Estado quisieron dejar un sucesor afín a sus programas de gobierno, proyectos e, incluso, intereses. El actual mandatario nunca demostró intencio­nes de ser diferente. Por eso, habíamos anali­zado la situación desde la perspectiva de que el acelerado proselitismo no interfiriera en la dirección de gobierno. O entorpeciera aún más su ya desacredita gestión. Pero ocurrió exacta­mente como temíamos.

En víspera de inicio de clases, cientos de institu­ciones escolares se encuentran en estado deplo­rable, una historia repetida que no pudo ser revertida ni en estos dos años en que los alum­nos no tuvieron clases presenciales. Tiempo y recursos perdidos por la escasa o nula fiscali­zación de las autoridades del sector. Hasta se denunciaron casos en que empresarios amigos de poder no concluyeron las construcciones y/o reparaciones que debían concretarse en tiempo y forma, de acuerdo con lo estipulado en sus res­pectivos contratos. En estas condiciones se difi­culta el aprendizaje significativo de los niños, deteriorando aún más el bajo nivel, en relación con los estándares internacionales, de nuestro sistema educativo nacional.

En lo concerniente a la salud, no se percibe un plan estratégico pospandemia. Una salud pública para todos y de calidad que privilegie a los sectores más vulnerables de nuestra socie­dad ni siquiera ha sido esbozado. La aglomera­ción y deficitaria atención en los centros asis­tenciales aumenta el sufrimiento de miles de familia que acompañan a sus parientes enfer­mos. La falta de provisión de medicamentos para los pacientes oncológicos es una queja tristemente reiterada, una y otra vez. O padres que tienen que recurrir a instancias judiciales, y hasta encadenarse en espacios públicos para que sus hijos reciban los fármacos que precisan, y que legalmente les corresponden, es una ima­gen que nunca más debería repetirse.

La inseguridad alcanzó cifras perturbadoras. Solamente los encargados de la seguridad, sobre todo el ministro del Interior, consideran que los resultados son positivos en cuanto al descenso de la criminalidad. Sin embargo, basta una mirada rápida por los diferentes medios de comunica­ción para percatarnos del grado de indefensión en que se encuentra la ciudadanía. Los casos de sicariato que hay alcanzan extremos inéditos y actuaciones impensadas años atrás. La inseguri­dad dejó de ser simplemente una sensación para convertirnos a todos en posibles víctimas colate­rales, como ya ocurriera hace poco.

Mientras el Gobierno exhibe agudizadas fisu­ras en varios de sus pilares imprescindibles para asegurar una democracia real y sustantiva, los principales responsables de que las institucio­nes funcionen se encuentran en plena campaña proselitista descuidando sus labores. El pueblo sufre las consecuencias.

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