La alta carga de inseguridad con que vive la ciudadanía, que sufre los embates de los delincuentes, y algunos hechos públicos rele­vantes han puesto de nuevo en el ojo de la tormenta a uno de los más graves proble­mas del país, la enorme cantidad de hechos delictivos. Es tal el peso de esa situación que resulta lamentablemente risible la expre­sión de un alto jefe policial que había dicho que solo se trataba de una “sensación de inseguridad”. Como si los asaltos, los ase­sinatos, los robos, las acciones del crimen organizado y la narco-política fueran un invento fantasioso.

Las estadísticas son muy elocuentes en la materia, por lo que las mencionadas expresio­nes hasta podrían tomarse como una mani­festación más de la inutilidad policial.

El clima de inseguridad instalado por los delincuentes cuenta con un importantísimo aliado, que es la falta de eficiencia y en muchos casos hasta la complicidad de los efectivos policiales en la comisión de delitos. La crónica diaria está llena de hechos en que se ha com­probado la participación activa o pasiva de los uniformados que son sobornados por los narcos u otros criminales que manejan gran cantidad de dinero. Lamentablemente, la ins­titución policial tiene peligrosos maleantes en sus propias filas como un grave cáncer que debe identificar para poderlo extirpar.

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Existe un alto índice de descomposición entre los efectivos policiales: está comprobado que en muchos de los actos delictivos hay casos de complicidad de uniformados, donde el móvil siempre es el dinero mal habido, fruto del narcotráfico y otros delitos. Las prácticas de perversión abarcan todos los ámbitos de la actividad como el caso de los policías que ingresaron 27 veces al sistema informático para modificar la información sobre el pre­sunto narco herido en San Bernardino.

La protección comunitaria es muy pobre: los lugares y las vías públicas no se cuidan en horas y situaciones que requieren una aten­ción más esmerada. Las calles no siempre tienen patrullas policiales y no hay suficiente presencia de efectivos en donde se aglomeran las personas.

La lucha contra la delincuencia debe enca­rarse con una profunda transformación de todo el sistema, que implique primero una limpieza total de la institución barriendo la basura existente e instalando la honestidad como norma, con nuevas formas de actuar y técnicas que ayuden a darle más eficiencia. Los que aceptan coimas o se prestan a colabo­rar con los bandidos deben ser severamente castigados para que quede claro que delinquir no tiene premio, como creen algunos, sino duras condenas.

El saneamiento del cuadro de seguridad debe hacerse en toda la estructura existente abarcando todos los estamentos. Tiene que comenzar por la cabeza y luego extenderse a las partes, pues nada se puede cambiar de manera efectiva si algún sector importante permanece intocable.

Hay que relevar del Ministerio del Interior a su actual titular y a sus colaboradores inefi­cientes. Luego cambiar a todos los otros ele­mentos de la estructura alcanzando a las per­sonas y sectores de menor jerarquía que sean parte activa de la ineficiencia y la corrupción.

Una de las correcciones imprescindibles es cambiar el equivocado enfoque de sus auto­ridades. Recientemente, el nuevo jefe de la Policía señaló que los eventos privados no son competencia de la Policía, refiriéndose al reciente festival de San Bernardino. Pero es elemental que cualquier acto con alta concu­rrencia de gente resulta finalmente respon­sabilidad de la seguridad pública, no importa el nombre o el cartel que se le ponga. No es tarea del sector privado la seguridad pública, sino de la Policía. Pues entonces, los partidos de fútbol que están organizados por las ligas deportivas o clubes, la concurrencia masiva a encuentros religiosos, como en Caacupé, que realiza la Iglesia, no tendrían que contar con la presencia de efectivos policiales, como siempre ocurre.

En el segundo párrafo del artículo 175, la Constitución Nacional dice que la Policía Nacional “tiene la misión de preservar el orden público legalmente establecido, así como los derechos y la seguridad de las perso­nas y entidades y de sus bienes…”. Por lo cual, no se puede discutir a quién le corresponde resguardar la seguridad.

Si el Gobierno no quiere que el país sea con­ducido por el crimen organizado y los delin­cuentes, debe encarar urgentemente una pro­funda reforma de la seguridad pública y de la Policía Nacional.

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