Si los sucesos de la historia se repi­ten dos veces, primero como tragedia y, luego, como farsa, en nuestro caso, y con este gobierno, los hechos se alternan en un circuito interminable entre ambas representacio­nes. De la tragedia a la farsa y de la farsa a la tragedia. En este escenario compi­ten audaces irresponsables, atrevidos mediocres, insolentes bufones y habilido­sos prestidigitadores que convierten los recursos públicos en un bien privado ante los ojos de todo el mundo. Y el director de la obra observa pasivamente lo que ocurre a su alrededor sin tomar medidas. Moti­vación suficiente para que cada ministro o director de ente considere el espacio que le toca administrar como su feudo par­ticular. Y proceden en consecuencia. La corrupción tiene canilla libre. La impu­nidad se encarga de cubrir a quienes ale­vosa y desvergonzadamente se enrique­cen a costa del Tesoro público. No hay autoridad. No existe liderazgo. La nave del Estado navega a la deriva. No tenemos señales de estrategias de políticas públi­cas ni de estrategas que conduzcan a la nación. Ante la ausencia de una selección, cada pieza del Ejecutivo juega su propio partido, sin que ningún árbitro los con­trole. Ante una sociedad impotente, cuyas voces de reclamos son permanentemente desoídas o desechadas. Y la fuerza de la calle todavía no es lo suficientemente poderosa para exigir a sus autoridades los cambios que sean necesarios.

En cualquier país, los rumores de cambios de funcionarios se esparcen por todos los estratos sociales. Son fuentes de conversación y temas para discusiones. Y hasta de las especulaciones más antojadizas y ocurrentes. Los medios de comunicación, ávidos de la primicia, difunden la información, a veces, con datos completos y otras como acertijos para que el público pueda descifrar. Hemos visto situaciones inverosími­les, hilarantes, que contradicen cualquier gestión de seriedad y disciplina, protagonizadas algunas por el propio jefe de Estado. Pero lo que nunca nos imaginamos es que llegaríamos a presenciar una escena digna del teatro de lo absurdo: un vice­ministro anunciando la destitución de su jefa, la ministra. Lo hizo con desparpajo. Con natura­lidad. Absolutamente seguro de sí mismo y de la veracidad de la noticia. Como si se tratara del mis­mísimo vocero del presidente de la República. No pasaría de ser una cuestión anecdótica y hasta jocosa si no fuera porque rompe todo principio de jerarquía y de orden institucional. En una repú­blica de verdad, muchas cabezas ya hubieran rodado ante tamaño despropósito oficial.

Vayamos a los hechos. El martes 25 de enero, el viceministro de Política Criminal del Minis­terio de Justicia, Rubén Maciel, con total des­enfado, como si estuviera prestando un servi­cio informativo a la ciudadanía, anuncia a los medios que “ya solo falta el decreto” para que su jefa, la señora Cecilia Pérez, sea destituida. Fue más osado aún: “Es una decisión tomada por el Ejecutivo. Si bien mucho no puedo hablar aún, solo estamos esperando al que llegue en reem­plazo de la actual ministra”. Inaudito. Insólito. Escandaloso. Y todos sus sinónimos posibles no alcanzarían para calificar este sainete. O, mejor todavía, una ópera bufa que envidiarían los más notables autores del género. Ese “si bien mucho no puedo hablar” denotaba una cierta tonada de confidencialidad con alguien que detenta poder de decisión. Y ese nivel corresponde única y exclusivamente al presidente de la República.

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La contraparte, acostumbrada por su mesura y templanza, esta vez tampoco dejó puntada sin hilo: “La verdad, yo no tengo previsto renun­ciar, no hay motivos para que renuncie… Pero hay que saber que hay una persona que, pobre­cita, se autocandidata, incluso desde la época de Julio Javier Ríos (anterior ministro de Justicia), siempre ella es la candidata, ya va a ser minis­tra, oguapy’íntema che síllape (prácticamente ya está sentada en mi silla)”. El Presidente, como siempre, como hacía el dictador Higinio Morí­nigo, contempla la disputa entre los miembros de su gabinete sin intervenir. No toma medidas. No asume posiciones, porque una de las mayo­res debilidades de este gobierno es la ausencia de liderazgo.

Hubo representaciones similares en el pasado, aunque más afectó al ámbito político, pero, claro, involucrando a personajes del Gobierno. Cuando el presidente Mario Abdo Benítez expresó su acuerdo para la unidad de la Aso­ciación Nacional Republicana en un proyecto común bautizado como Concordia Colorada para enfrentar las elecciones municipales del año pasado, dos de sus más cercanos referentes manifestaron públicamente su disconformi­dad: el actual director general de Yacyretá, Nica­nor Duarte Frutos, y el ex secretario general de la Presidencia de la República Juan Ernesto Villamayor. Como era de esperar, el señor Abdo Benítez se dispuso a mirar hacia otro lado, ratifi­cando el carácter bifronte de su personalidad.

Hemos decidido encarar desde la perspectiva editorial este desatinado hecho, porque esa es la responsabilidad de este espacio: desnudar la realidad tal cual es. Denunciar la fragilidad de nuestras instituciones y la poca seriedad de un gobierno que está a punto de marcharse y nunca encontró su norte.

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