Existen realidades irrefutables que no pueden ser sepultadas por la vocinglería de las turbas sometidas por el clientelismo político. Ni por el aderezado discurso de los demagogos. Las redes sociales vinieron a democratizar la comunicación. Los esfuerzos por barnizar con efectos positivos la desastrosa gestión de este gobierno resultan inútiles ante la contundencia de los números.

El Presidente de la República que asuma el poder el 15 de agosto del 2023 recibirá un país hundido bajo el peso de las deudas (externas e internas), la corrupción, el despilfarro, la pobreza y la desocupación. Solo quienes disfrutan del generoso chorro de la canilla pública pueden fantasear con un oasis inexistente. La insensibilidad y la falta de lucidez para enfrentar la crisis sanitaria que se desencadenó a inicios del año pasado no fueron casuales. Son los rasgos que identifican a la actual administración. Carente de creatividad aun para los tiempos normales, pero rebosante de altanería y soberbia, según puede leerse en las expresiones de los hombres de su círculo más cercano. Sin un ápice de autocrítica y ninguna capacidad para aceptar las críticas, que es la actitud recurrente del propio jefe de Estado. Antes de la pandemia, el ejercicio 2018 cerró con un déficit fiscal de 1,2% del producto interno bruto, aunque dentro de los límites establecidos por la Ley de Responsabilidad Fiscal del 1,5% del PIB. En el 2019 el crecimiento económico fue cero, con la agravante de que el Congreso de la Nación aprobó, casi al concluir el año, un proyecto del Poder Ejecutivo que le autorizaba a duplicar el tope del déficit fiscal: se llegó al 3%. Según algunos expertos en la materia, con esa disposición se blanqueaba un déficit que ya existía en la práctica y que rondaba los 1.200 millones de dólares. Todas las predicciones de crecimiento para el 2020 fueron desbaratadas por la irrupción del coronavirus. Esta vez se apeló a un préstamo de 1.600 millones de dólares que le concedió el Congreso, casi en las condiciones de un cheque en blanco. Y como tal fue utilizado. Discrecionalmente. La venidera administración deberá actuar de juez imparcial, pero implacable, para seguir la pista de ese dinero, para verificar su destino y cotejar los gastos.

Lo irrebatiblemente cierto es que los recursos fijados para combatir la pandemia no fueron utilizados correctamente. Más allá del alma negra de la corrupción que lucró con la muerte de los compatriotas, el Gobierno nunca encontró la requerida claridad intelectual para establecer un programa de prevención que no fueran medidas restrictivas a la libertad. La gran mayoría decidimos ceder nuestros derechos individuales entendiendo la salud como una obligación social. Sin embargo, no se anticiparon infraestructuras de contingencias, insumos básicos, aumentar las camas para terapias, probablemente pensando que esa baja incidencia de mortalidad de los primeros meses iba a mantenerse hasta, finalmente, desaparecer. Se apostó al azar. Con improvisaciones, sin proyecciones científicas, sin una estrategia comunicacional y, peor, con una voracidad corrupta que no respetó ni la desgracia de miles de familias. Así llegaron los arrasadores picos diarios de fallecidos que a la fecha están por los 16.500 en veintiún meses (de marzo del 2020 a noviembre del 2021). Hilando más fino, son 786 muertes por mes, lo que nos da un promedio de 26 fallecidos por día. Al Gobierno, por lo visto, le parece una cifra irrisoria porque en cuanta ocasión se presenta alardea de su “exitosa campaña contra el covid”.

Este gobierno ha fracasado en todos los frentes. Su mayor déficit es la lucha contra la corrupción, que fue la principal promesa electoral del presidente Mario Abdo Benítez. No solamente fracasó en erradicarla o, al menos, reducirla, sino que se mostró reacio a destituir a aquellos funcionarios que estaban directamente involucrados en irregularidades evidenciadas en los medios de comunicación. Solo cuando la presión ciudadana se volvió insostenible fueron invitados a renunciar. Ni siquiera fueron destituidos. Sobre este mismo tema ya hemos insistido en infinidad de editoriales, casi con los mismos términos, y lo seguiremos haciendo para que la sociedad tenga memoria de que la realidad siempre disipa el humo de la propaganda sin sustento en los hechos. Es imposible evaluar una gestión por resultados cuando la incompetencia es privilegiada por encima de la idoneidad.

Las actuales autoridades han propiciado una decadencia moral pocas veces vista en el manejo del Estado. Con instituciones que hasta la fecha se niegan a cumplir con la Ley de Transparencia. Con legados deplorables como ese adefesio arquitectónico denominado por la gente como la “pasarela de oro” y que merecidamente puede pasar a la historia como otro monumento a la corrupción. Mientras, para desviar la atención de las urgencias que nos asfixian en materia de seguridad, salud, educación, tierra y trabajo, el Gobierno ha recurrido a la estrategia de la distracción. Y pone en el escenario a sus adiestrados bufones intentando entretener al público. En tanto, el Vicepresidente de la República y aspirante al sillón de López reivindica una de las dictaduras más sangrientas que nos tocó vivir en el pasado reciente. Pero como decía un profesional de la comunicación: el humo no dura para siempre. Tampoco los malos gobiernos.

Dejanos tu comentario