La política tiene una infinidad de defi­niciones, algunas deliberadamente simples para su rápida comprensión, otras formuladas desde la filosofía y la ciencia, y las demás, construidas en las calles, a partir de experiencias de la vida cotidiana. En medio de estas conceptualizaciones entre lo que es y lo que debería ser, entre lo real y lo ideali­zado, se interpone una concepción asimilada a partir de lo que se ve y se siente y que ya empezó a sedimentarse en el acervo popular. Este cono­cimiento referido también como empírico o vulgar termina imponiéndose a lo científico y académico. Imponiéndose en cuanto a la per­cepción que tiene la ciudadanía en general de la política, no así en cuanto a su visión de lo que la política debe ser. Es decir, su misión orien­tada a favorecer de los sectores más carencia­dos de nuestra sociedad, aquellos que viven en la pobreza, la extrema pobreza y la miseria.

Esa dicotomía surgida entre la cátedra y la calle no es, sin embargo, irreconciliable. Aunque la gente padece las consecuencias del aspecto negativo de la praxis política, tiene plena con­ciencia de cuál tendría que ser su verdadero rumbo. En términos sencillos, a pesar de que le toca vivir lo peor, no pierde la esperanza de que pueda alcanzar lo mejor. Aunque el escepti­cismo está profundamente arraigado en nuestro pueblo –por repetidas frustraciones, engaños y decepciones–, en el fondo cobija la esperanza de que días de prosperidad, de equidad social y de reivindicación de la salud y de la educación serán posibles. Con liderazgos creíbles que puedan arrinconar, por lo menos en un gran porcentaje, la premiación de los mediocres, la complicidad con la corrupción, la preferencia por los amigos por el solo hecho de ser amigos y la permanen­cia en sus cargos de aquellos funcionarios que en los primeros meses no demuestran la capaci­dad requerida para desempeñarlos. No se puede continuar manoseando entidades claves para potenciar el desarrollo de nuestro país como, por ejemplo, Itaipú y Yacyretá.

Cierto es que la pandemia vino a desacomo­dar nuestra rutina. Creó situaciones inespe­radas en un escenario totalmente imprevisto. Todos los sectores sociales pusieron su mejor empeño para acompañar la política de preven­ción y protección sanitarias del Gobierno, pero el Gobierno continuó apostando a la improvisa­ción. Por las comprensibles situaciones de temor y desconcierto, el pueblo tardó en percatarse de las chambonadas de las medidas contradicto­rias, de una estrategia comunicacional inexis­tente, de los miserables que querían lucrar con esta crisis y de las simulaciones teatrales de los responsables de informar a la ciudadanía, en abierta complicidad con algunos medios y algu­nos periodistas. Asumimos nuestra responsa­bilidad de tolerancia con ciertas determinacio­nes administrativas no muy acertadas del Poder Ejecutivo durante las primeras semanas. Sal­var vidas era, y sigue siendo, nuestra prioridad. Hasta que aparecieron los primeros indicios de corrupción. Los derroches aberrantes. Los sobrecostos abominables. Y la falta de previsio­nes para cuando el virus arremetiera con sus peores oleadas. Y esas oleadas llegaron como un tsunami sobre una población indefensa. Con­trariamente a lo que ocurría con los gobiernos serios y previsores que construyeron hospita­les de contingencia en tiempo récord, en nuestro país las muertes alcanzaron cifras récords en muy poco tiempo. Lo más lamentable es que son muertes que pudieron evitarse con responsabi­lidad, honestidad y liderazgo.

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Hoy vivimos en un peligroso interregno. El país se encuentra sin gobierno. El Presidente de la República nunca encontró las riendas del Poder Ejecutivo. Su círculo de confianza se desbocó hacia cualquier lado. Manejan sus ministerios, entes autárquicos y binaciona­les como feudos propios. Recursos clientelar­mente direccionados, licitaciones amañadas y sobrefacturaciones. Los indicadores de per­sonas vacunadas contra el covid nos ubican penúltimos en la región. Esa visible ausencia de liderazgo hace que nuestros socios condómi­nos en Itaipú y Yacyretá nos ignoren perma­nentemente. Nos ningunean con la sonrisa de la diplomacia hipócrita. Políticos inescrupulo­sos pretenden incorporar al escalafón diplo­mático a funcionarios técnicos y administrati­vos del Ministerio de Relaciones Exteriores. El crimen sin castigo impera en el Norte. Y el sica­riato se está instalando lentamente en la capital. Mientras, el Vicepresidente de la República se pasea haciendo campaña política con los hom­bres de confianza del señor Abdo Benítez en día hábil y horario laboral. Algunos referentes del Gobierno aprovechan las ceremonias oficiales para descargar su artillería proselitista a favor de candidato oficialista. Ni un mínimo de pudor para guardar las composturas. Repetimos, ya nadie gobierna.

Al jefe de Estado le queda menos de dos años para concluir su mandato. Si no pudo gobernar en este tiempo, es difícil pensar que lo hará en este último tramo de su período. Más que nunca la sociedad debe estar vigilante. Para controlar el presente y decidir el futuro con inteligencia. Ya no podemos seguir eligiendo a políticos que nunca se prepararon para gobernar. Que son los responsables directos que la sociedad tenga una concepción peyorativa de la política. Una polí­tica que, como ahora, solo busca el bien particu­lar y nunca el bien común.

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