La política se ha convertido en el factor predominante de los análisis y los debates públicos desde que la apertura democrática, que arranca en 1989, volvió a garantizar la libertad de pensamiento, de opinión, de prensa y de expresión. Aunque las evaluaciones no siempre reúnen las condiciones de rigurosidad que la crítica reclama, a causa de fervorosos audaces e intelectuales inescrupulosos, aún nos queda la esperanza de aquellos que aprendieron a superponer la seriedad, la disciplina y la precisión a sus propias convicciones ideológicas. Porque muchos de los que asumen con arrogancia el papel de jueces indiscutidos de los hechos, no son sino instrumentos de sus propias debilidades, enceguecidos por el fanatismo y la intolerancia que destruyen toda certeza posible. Se mueven por odios y resentimientos y no por el ideal académico de crear conocimiento válido. En esas confusiones, artificialmente propiciadas, los partidos políticos reciben el veredicto de absolución o condena según de qué lado se encuentran los que intentan ser magistrados de la opinión ciudadana. La pérdida del necesario equilibrio para impartir justicia histórica –pasado, presente y futuro de las instituciones políticas– debería llevar al descrédito de quienes administran estas manipuladas sentencias valorativas. Sin embargo, en nuestro país nada de eso ocurre, generalmente por la complacencia de algunos medios de comunicación con sus oráculos preferidos, avalando las justificaciones de sus groseros errores de apreciación, culpando a la “ignorancia de nuestro pueblo” y a la “corrupción de los dirigentes”. Ni siquiera intentan obtener lecciones de sus exabruptos extraacadémicos.Lo que decíamos al principio, de que la política se ha convertido en el centro de todas nuestras discusiones, aun de quienes pretenden mantenerse alejados, marcará con mayor presencia el enfoque de los temas relacionados con ella en los diferentes estratos de nuestra sociedad. Y los medios de comunicación son instituciones gravitantes de esa sociedad, incluso con todas sus contradicciones. Por lo tanto, a partir de ahora, volver una y otra vez sobre este punto nunca será redundante por los grandes compromisos electorales que se acercan y que definirán, nada menos, el destino de nuestra nación. En un país como el nuestro, donde no existe la posibilidad de la reelección, el tiempo, más o menos tranquilo, que tiene un gobierno para desarrollar las actividades que le son inherentes suelen durar entre dos años y medio a tres. Ahora tendrá que navegar en las procelosas aguas de las disputas internas de su propio partido; disputas en las que el Poder Ejecutivo ya declaró que no permanecerá al margen desde el momento en que el jefe de Estado aseguró que le gustaría entregar la banda presidencial a su actual vicepresidente, Hugo Velázquez, ya en plena campaña desde hace varios meses.

En las elecciones municipales del pasado domingo, el señor Mario Abdo Benítez jugó de brazos caídos. Probablemente, más que para preservar la investidura presidencial, para no incomodar a sus actuales aliados, especialmente el Partido Democrático Progresista. No se trataba de la condenable práctica de utilizar los recursos del Estado a favor de algún candidato, sino de demostrar su fidelidad a la causa que confiesa defender. Todos los presidentes del mundo asumen posiciones dentro de sus partidos para enfrentar los desafíos externos. El mandatario jugó a las escondidas cuando la Asociación Nacional Republicana reclamaba su presencia. No quiso ser parte de la unidad, que es un proceso natural después de unas internas democráticas. Claramente no era una unidad forzada desde la cúpula, sino el resultado del respeto a la voluntad popular. Pero, ahora que llegó el momento de definir quién será el próximo inquilino del Palacio de López ya ha dejado en claro que se involucrará en su propio proyecto. De esto se hablará hasta las internas partidarias simultáneas del año próximo. Es el tiempo en que a las actuales autoridades ya les costará gobernar.

Los analistas de café y de mala fe volverán a mostrarse como gurús infalibles, a pesar de sus repetidos fracasos predictivos. Y ocuparán nuevamente grandes espacios en los medios ligados por el afán de destruir al Partido Colorado. Las victorias y las derrotas son normales en una democracia. Lo indecente surge cuando se adulteran los acontecimientos y se desviste a la crítica de la reflexión para intentar construir una situación ficticia para llegar a un electorado que es menospreciado en su capacidad de optar por sí solo. Es ahí donde los intelectuales que no han transigido en su honestidad deberán desmarcarse de los falsos profetas. Porque, al fin y al cabo, las ideologías tienen como propósito transformar una realidad, no sustituirla.

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