La jornada del 29 de setiem­bre, en que se recordaban los 89 años de la toma del for­tín Boquerón por las tropas paraguayas en la Guerra del Chaco, en las plazas cercanas al Congreso se libró otra batalla. Fue entre campe­sinos, indígenas y algunos inadapta­dos, por un lado, contra la razón y el Estado de derecho, por el otro. Mien­tras en la Cámara de Diputados se deba­tía la modificación del Código Penal que aumenta la pena contra el delito de la invasión a la propiedad ajena en las afueras del edificio los que dicen no poseer tierras agredían con violencia inusitada para demostrar su oposición. Creían que tirando piedras, hiriendo con flechazos y quemando o saqueando autos el derecho a la propiedad deja­ría de ser una disposición legal para garantizar lo que poseen las personas. Los que dicen ser desposeídos y sin tie­rras demostraban estar en contra de la propiedad privada y de las garantías de poseer un inmueble propio que ellos reivindican como un derecho que legíti­mamente les asiste.

Por eso la principal víctima de la mani­festación violenta fue la razón. Porque no se puede entender cómo alguien que reclama conseguir una tierra para pro­piedad suya está de acuerdo con el que atropella tierras ajenas, las invade y se queda con ellas por la fuerza. Como si la ley tuviera que ser un premio para el que delinque y un castigo para el que posee una tierra o un objeto cualquiera. Si este hecho no fuera real, parecería una ridícula ficción y merece estar en la antología de lo grotesco.

También en la sala de sesiones de la Cámara Baja hubo exhibiciones de posturas absurdas para impedir el aumento del castigo para los invasores de tierra ajena. Un diputado del PLRA manifestó su oposición a la norma señalando que no se está mirando la cuestión de fondo, de la legalidad de la posesión de ciertas tierras, las denomi­nadas tierras malhabidas, que, según él, se entregaron de manera inde­bida durante la dictadura de Alfredo Stroessner. “Vamos a institucionalizar la criminalización de la lucha por la tie­rra y mandar al campesino a la cárcel sin apoyo del Estado”, afirmó el dipu­tado liberal, que aún denominándose liberal está a favor de usurpar la propie­dad privada. Se olvidó el legislador que invadir propiedades ajenas no es una lucha legítima del que no tiene tierras, así como el que roba cualquier objeto de propiedad ajena no tiene justificación por ser pobre o desposeído. El que sus­trae por la fuerza cualquier objeto es un ladrón, un delincuente y tiene que ser castigado. Por eso aumentar el castigo al que delinque, antes que ser reprocha­ble, es un acto de lógica simple contra el que va contra la ley, por el valor disua­sivo que tiene el castigo.

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El tema de la legitimidad de la propie­dad de los predios entregados en tiem­pos de la dictadura no se soluciona con invadirlos, como pretende el legislador. Sino recurriendo a la Justicia a través de los canales legales establecidos. Es un tema que podría encararse haciendo leyes especiales y procurando que la instancia judicial se encargue de hacer las correcciones necesarias.

Tratar que un hecho delictivo, como la invasión por la fuerza de una propiedad privada, sea considerado un crimen no es reprochable. Es totalmente lógico y razonable. Una medida necesaria para combatir con más fuerza la delin­cuencia. Un acto apropiado y justo. Lo malo sería ensalzarla y tenerla como la solución posible, como estúpidamente dicen algunas personas que no aplaudi­rían precisamente si les asaltaran sus viviendas o sus propiedades.

Teniendo en cuenta que habitualmente los indígenas y campesinos en sus mani­festaciones suelen portarse pacífica­mente, es fácil concluir que la violencia con la que actuaron en esta ocasión se debe a una clara manipulación política.

Los actos violentos son la mejor señal de la debilidad de una causa. Porque al que le asiste la razón y el derecho no tiene necesidad de recurrir a la fuerza bruta. El que actúa con ataques des­piadados es el que se sabe sin derecho y cree que para conseguir algo no tiene otro camino que la agresión física. La violencia es el argumento de los irracio­nales y el lenguaje de los necios.

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