Las universidades, que vinieron a suplantar a las escuelas clásicas, tomaron cuerpo en el período medieval, centrando sus objetivos principales en la incentivación del pensamiento libre y crítico, el desarrollo de la ciencia y en ese eje que es inherente a su propia razón existencial: la investigación. De acceso restringido al principio, casi destinada a las élites, con el correr de los años fue abriéndose a la sociedad hasta convertirse en el recinto de los más aptos –y no de los privilegios hereditarios– desde la perspectiva intelectual. Empezaron a formularse los filtros para el ingreso, fundados exclusivamente en el conocimiento y habilidades, estableciéndose, incluso, algunas excepciones económicas para quienes demostraran cualidades para desempeñarse con solvencia en algunas determinadas ramas del saber. Desde la vieja Europa no tardó en incorporarse a ese nuevo mundo llamado América.
En nuestro país, por ley sancionada el 12 de julio de 1882, se crea la Escuela de Derecho, anexa al Colegio Nacional. Previamente, en abril de ese mismo año, se fundaba la Escuela de Medicina, en las mismas condiciones. Todo esto ocurría durante la primera presidencia (1882-1884) del general Bernardino Caballero. Estas instituciones sentaron las bases de la Universidad Nacional de Asunción, que nació oficialmente el 24 de setiembre de 1889. Esta nuestra primera casa de estudios superiores fue, en parte, el cimiento de la más grande generación de intelectuales que tuvo el Paraguay: la del 900. Sus primeros egresados se constituyeron en los más brillantes pensadores de los dos partidos políticos tradicionales de nuestro país. Y fue, también, un origen exitoso para la construcción del pensamiento que habría de impregnar nuestra vida académica a lo largo de todo el siglo XX. En la cátedra se profundizaron las líneas demarcatorias entre los nacionalistas y el antilopizmo, brecha que aún no logramos superar en el presente. Desde ese mirador deberíamos analizar hoy la evolución, las pequeñas y grandes historias, así como las deudas de nuestra primera universidad.
Durante décadas, las facultades dependientes de la Universidad Nacional de Asunción no pudieron cumplir a cabalidad con las tres misiones esenciales que les son encomendadas: la académica, la extensión a la comunidad y la investigación, por una razón también esencial: la falta de autonomía. No pudieron evadir la influencia del largo brazo político de los gobiernos de turno. Durante la larga hegemonía de la dictadura de Alfredo Stroessner el rector y los decanos debían ser adherentes del régimen. Solo dos de ellos, probablemente por el gran prestigio que gozaban en el mundo académico, no pudieron ser removidos: Roberto F. Olmedo, de la Facultad de Medicina, y Roberto Sánchez Palacios, en la Facultad de Ingeniería.
La Universidad Nacional de Asunción tampoco estuvo exenta de las intervenciones decretadas por el Poder Ejecutivo, empezando en el período del general José Félix Estigarribia, quedando todas las atribuciones del rector (Cecilio Báez) delegadas al doctor Efraím Cardozo. Los sucesivos presidentes utilizaron el mismo método para tratar de doblegar a los profesores críticos y a los estudiantes contestatarios al poder. A partir de 1956, la UNA estuvo bajo el férreo control y tutelaje del estronismo, con las excepciones ya expuestas.
Dentro del ámbito estudiantil –considerando que la juventud debería ser naturalmente revolucionaria– el régimen inficionó todos los centros gremiales, salvo los de Ingeniería y Medicina, por lo que sus dirigentes fueron sistemáticamente perseguidos y reprimidos y, no pocas veces, apresados arbitrariamente. En aquel tiempo, los exámenes de ingreso en Química, Odontología, Medicina e Ingeniería eran noticias de tapa de los diarios. Las expectativas de cientos de aspirantes se reducían a cupos que iban de 20 a 40 plazas.
En estos 132 años de historia, la Universidad Nacional de Asunción tuvo una larga trayectoria de lucha, sobre todo para alcanzar su verdadera autonomía. Lucha que incluye el atropello de algunas facultades de parte de hordas civiles instrumentadas por la dictadura. Aunque estructuralmente todavía se encuentra lejos de un nivel ideal, hubo avances significativos en materia de investigaciones y de su inserción cada vez más dinámica en las comunidades, dejando atrás la imagen de la “torre de marfil” en la que antes vivía encapsulada.
La designación de una mujer como primera rectora de la UNA vino a romper una hegemonía de 132 años. No se trató de un simple trámite administrativo, sino de un mensaje claro de autonomía, de modernización y de ruptura final con viejas tradiciones. Esperemos que sea, también, su salto definitivo hacia la especialización investigativa y la excelencia académica. Tenemos esperanzas de que así será.