La vida interna de los partidos políticos paraguayos, de los llamados históricos y los creados en los últimos años, ha sido de encarnizadas disputas verbales, con generoso derroche de adjetivos que recorrían el arco de ingeniosos epítetos hasta ásperas injurias despojadas de toda elegancia. Y en medio, la degradación terminal del lenguaje con la más burda grosería y la ramplonería más denigrante. Se suple con el insulto tosco y vulgar la ausencia de argumentos, de claridad de ideas y la incapacidad de desarrollar conceptos con algún toque de inteligencia y de talento. Estas luchas de facciones son de larga data. Los ataques ad hóminem tampoco son nuevos, aunque son más recurrentes en estos días. Pero la mayoría de las veces, a la hora de las elecciones, las heridas dejan de sangrar –aunque sea momentáneamente– y los bandos anteriormente enfrentados avanzan ordenadamente a las urnas, ya sea para mantenerse en el poder o para recuperarlo. Pero no siempre. Hubo desmembramientos que duraron décadas, con sus saldos de tragedia y luto, a través de revoluciones, cuartelazos, golpes de Estado y guerras civiles.
La división dentro del viejo trono que nació en 1887 como Centro Democrático, luego Partido Liberal, no tardó en aparecer. Después de la revolución de 1904, en que el Partido Nacional Republicano fue desalojado del poder, empezaron las revueltas entre “cívicos” y “radicales”, todas ellas ferozmente sangrientas, como las que tuvo como protagonista al coronel Albino Jara, es decir, las de 1908, 1911 y 1912. Y, luego, la dramática guerra civil entre “saco puku” y “saco mbyky” de 1922/1923. Por el lado de la Asociación Nacional Republicana, en la llanura, los acerbos intercambios de opiniones se profundizaron a partir de 1926, en una dura controversia entre “eleccionistas” y “abstencionistas”, utilizando como vehículos para sus descargos y ofensivas los diarios Patria, los primeros, y La Tribuna, los segundos, cuyas páginas fueron cedidas solidariamente por el “liberalismo del llano”. Un grupo de jóvenes, aliados con dirigentes mayores, quería participar de las elecciones parlamentarias y municipales, y agraviaron sin reparar en honra, mérito ni trayectoria de los liderazgos de la antigua guardia republicana, entre ellos, Pedro Pablo Peña, Juan León Mallorquín, Percio Bécker, Telémaco Silvera, Ángel Florentín Peña y Antoliano Garcete. No solo fueron injuriados, sino expulsados de las filas del partido, menos el doctor Peña, quien en los repetidos exilios de Bernardino Cabalero y Patricio Escobar ejercía la presidencia de la Comisión Central. Pero con los demás no hubo contemplaciones. La cabeza de Mallorquín es exhibida como ejemplo para los demás “indisciplinados”.
La división de los republicanos en dos asociaciones diferentes duró hasta 1936, cuando se constituyó una comisión conjunta para volver a convertirse en un solo partido. La directiva provisoria estaba liderada por Juan León Mallorquín. Y ejerció el mismo cargo, ya después de formalizarse la reunificación, desde 1938 hasta 1947, cuando fue designado presidente de la Corte Suprema de Justicia. Después de su retorno al poder en 1948, las conspiraciones, antes que detenerse, se acentuaron, razón por la cual los presidentes de la República no duraban en sus mandatos, empezando, nada menos, que por los apenas cinco meses de Natalicio González. En lo que concierne al Partido Liberal, todas sus variantes –cinco, aproximadamente–, que parecían irreconciliables, después de 1989 se unieron en torno al Partido Liberal Radical Auténtico (PLRA).
Sirvan estos antecedentes para ubicarnos en los tiempos que estamos viviendo. Sobre todo, para analizar ese discurso perverso que denota hipocresía y amnesia episódica. Nos referimos a la oposición que ha juntado mutuos detractores, conciliando incompatibilidades ideológicas e incorporando a personas de dudosos antecedentes, con causas penales pendientes, pero se preocupa e indigna por la unidad que se está gestando dentro de la Asociación Nacional Republicana. Si partidos de diferentes visiones doctrinarias, en que sus protagonistas se acusaron de autoritarios, unos, y funcionales al oficialismo, otros, pudieron aglomerarse para derrotar a los candidatos republicanos, no les debería sorprender que ocurra lo mismo al interior del coloradismo. Ese mismo pragmatismo que aplican, con finalidades electorales, en contra de su principal adversario, es condenable cuando ese principal adversario lo practica entre sus propios afiliados. Pero aún hay más. El despecho aumenta de proporciones cuando sus antiguos aliados parlamentarios –colorados, claro está– acuden a la convocatoria de unidad de la ANR. Otros senadores, también colorados, prefieren seguir colgados de los brazos de los detractores del partido al que pertenecen.
Deberíamos empezar a cambiar el curso de la historia. El Diario, vocero del ala radical del liberalismo, publicaba hace casi cien años: “Los partidos no procuran superarse, sino destruirse, no tratan de exhibir sus fuerzas, sino de impedir que el adversario exhiba las suyas”. De estas lecciones deberíamos aprender todos, fundamentalmente para alejarnos del discurso de la denostación y la intriga, y promover el discurso de la propuesta, donde cada uno pueda demostrar sus luces y sus virtudes. Ese es el campo de batalla donde deben vencer al adversario.