La falta de carácter del presidente de la República anunciaba un destino de caos para nuestro país. Es la con­secuencia infalible de gobernar sin autoridad. La firmeza para asumir decisiones que tan alta jerarquía reclama fue respondida con vacilaciones, dudas o, simplemente, no hubo reac­ción alguna. Entonces, la nave del Estado seguía su curso por inercia, a la deriva, sin un capitán que dirigiera su rumbo hacia un puerto seguro. La República sufre el impacto de la incertidumbre. Con una política irresoluta, titubeante, era previ­sible la presencia de sectores que pretendan posi­cionarse por encima de la ley, agrediendo impune­mente derechos de terceros y pisoteando valores fundamentales que garantizan la democracia. Pareciera no entender el mandatario paraguayo que la anarquía suele ser el atajo por donde acce­den al poder aquellos que no pueden hacerlo con el consentimiento del mandato popular. Es más, se alía con ellos en un entramado que nadie puede explicar racionalmente. Si el señor Abdo Benítez considera que esa unión coyuntural le asegura que pueda concluir su mandato, debe entender que es, también, la garantía de que será un final de bancarrota para la nación. Y que esa responsabili­dad no podrá rehuir ante la sociedad.

La desorientación del jefe de Estado empezó tem­prano. Sus primeros discursos fueron de una euforia desenfrenada, producto de las burbu­jas del triunfo electoral, pero con una mirada retrospectiva que se anclaba, por aquellos mis­terios inexplicables de la mente, en las internas de su propio partido, el Colorado. Los principales referentes de la unidad que le permitió llegar a la Presidencia fueron los blancos predilectos de su lenguaje agresivo. Esa resaca le duró demasiado tiempo que le impidió cumplir con su obligación esencial: gobernar. Y armó su gabinete con per­sonas incompetentes, no idóneas, algunas con un largo trayecto de inescrupulosidades como Juan Ernesto Villamayor y Rodolfo Friedmann, y estableció un concubinato con partidos fami­liares, como el Democrático Progresista (PDP), encarnizados detractores de la asociación polí­tica que pertenece al mandatario. Esto último podría interpretarse como un gesto de apertura del Poder Ejecutivo para asegurar la gobernabili­dad, si no fuera porque eligió a los más mediocres y porque los organismos de control donde fueron ubicados no “detectaron” daños al Estado en los primeros actos de corrupción en el área de salud en plena pandemia. Ni tan solo en grado de tenta­tiva, que es también punible.

La manifiesta incapacidad moral para gobernar se profundizó con la obstinada defensa asumida de los corruptos que formaban parte de su gobierno, con ilicitudes plenamente demostradas. Con el falaz argumento de que “yo no soy la justicia” per­mitió que continuaran burlándose de la indigna­ción popular. Solo cuando la presión ciudadana ganó las calles, se animó a pedirles sus renuncias. Ni siquiera se animó a destituirlos. Amparado en la arrogancia de los que no entienden los códigos del poder, lo que siempre es efímero en un Estado de derecho, se resiste a aceptar las críticas a su gestión descalificando a todos aquellos que tienen una visión diferente a la versión oficial. No es, por tanto, la evaluación permanente y como proceso la regla que mide su gobierno. Consecuentemente, los errores se repiten cada vez con mayor frecuen­cia, agravando todavía más ya la caótica situación en la que hoy estamos embretados.

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La ausencia de carácter y de control del presi­dente Abdo Benítez se evidenció con mayor cla­ridad cuando un intrascendente personaje, como sacado de una obra picaresca, que el imaginario colectivo solo recuerda como “Joselo”, fue en el engranaje central de una maquinaria que estaba fraguando un acuerdo lesivo a nuestros derechos en el manejo condómino de la Itaipú Binacio­nal. Aunque sin ninguna representatividad ofi­cial “Joselo” llevaba la representación oficiosa del vicepresidente de la República, Hugo Velázquez. Como corolario fue destituido el hombre que evitó la consumación del atropello a los intereses paraguayos.

Y ahora se suman los camioneros, quienes, en nombre de puntuales demandas, no tienen nin­guna consideración hacia a las instituciones democráticas, ni en sus procedimientos extorsi­vos ni en sus discursos cargados de belicosidad, sin que ello provocara alguna enérgica respuesta del Poder Ejecutivo para hacer respetar la Cons­titución y las leyes, ratificándose así el carácter indeciso del presidente de la República y la inac­ción cómplice de quienes tienen a su cargo res­guardar el cumplimiento de nuestra Carta Fun­damental ante una turba prepotente que tiene secuestrada a gran parte del país.

La reiterada aptitud permisiva del Ejecutivo es la causante principal del estado de anarquía que hoy sufrimos. Ahora anuncian su masiva presencia en nuestra capital los campesinos y los docentes. Y, probablemente, los jubilados. Si al señor Abdo Benítez le sigue temblando las manos para impo­ner el orden desde la legalidad que le concede el Estado, sin ignorar las reivindicaciones que son legítimas, podría ser otro desgraciado protago­nista de tragedias que ya nadie quiere para nues­tro país.

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