Cualquier informe tiene dos momentos de análisis. Uno es el inmediato, el que se construye desde las primeras impresiones. A veces, a partir de una frase suelta, descontextualizada. O resaltando algunos contrastes muy evidentes que provocan airadas respuestas de indignación. Luego viene ese segundo momento en el que la racionalidad imprime su sentido al acto evaluativo. Un segundo momento que tiene ya el rasgo distintivo de la serenidad. Es el tiempo para subrayar contenidos y realizar acotaciones al margen de las páginas. Pero no hay que interpretar esas dos instancias como de necesaria condena y posterior absolución o de aplausos ligeros, primero, y de acerba crítica, después. La crítica sustentada en la ciencia, y alejada de los prejuicios, es la única capaz de confirmar aciertos, resaltar errores y apuntar a posibles resoluciones a los problemas que nos agobian. Problemas que, en determinadas circunstancias, son comunes y, en otras, van agravándose de acuerdo con el nivel social de cada sector. La aplicación de la más simplificada lógica nos indica que los que más sienten el impacto de las malas políticas son las comunidades y familias en situación de pobreza, algunas dentro de la línea de la pobreza extrema.
Todo este preámbulo aclaratorio sirva para ubicar en un contexto de rigor analítico el informe del presidente de la República, Mario Abdo Benítez, ante el Congreso de la Nación. Quienes fueron sus aliados ocasionales semanas atrás, para elegir al titular de la Cámara de Senadores, se convirtieron en sus más acérrimos detractores. Y es natural que así sea. Ninguna afinidad ideológica existe entre estos protagonistas variopintos. Solo se utilizaron mutuamente para la consecución de sus propósitos inmediatos. Ese sector antagónico al Gobierno entiende claramente que, en tiempos electorales, alejarse de un Ejecutivo que la opinión ciudadana aplazó con una nota de tamaño catástrofe es lo más saludable políticamente. Y así lo hicieron saber apenas concluyó el discurso del mandatario.
Esa alineación de tenaces cuestionadores fue liderada por el propio presidente del Congreso de la Nación, del mismo partido político del señor Abdo Benítez y, aún más, del mismo movimiento interno de la Asociación Nacional Republicana que los llevó al poder. El senador Óscar Salomón, de él se trata, aplazó a su correligionario en educación, salud y seguridad. Si añadía obras públicas, estaríamos ante un Gobierno fantasma, inexistente. El segundo en el Senado, su vicepresidente primero, Sixto Pereira, del Frente Guasu, fue mucho más ácido: “Vive en las nubes”. Dos representantes de la Cámara de Diputados, Kattya González, del Encuentro Nacional, y Rocío Vallejo, del Partido Patria Querida, reprocharon al jefe de Estado porque no dio detalles de la deuda pública y obvió un nuevo secuestro de parte de la Agrupación Campesina Armada, un desprendimiento del Ejército del Pueblo Paraguayo (EPP). Y, por último, el diputado Raúl Latorre, del sector crítico del Partido Colorado, argumentó que “la primera impresión es que el relato no condice con la realidad”. Era importante resumir este arco de comentarios para entender la opinión inmediata de quienes escucharon el informe desde la primera línea.
Para nosotros, esa impresión inicial –en un encrespado mar de desaciertos, corrupción e improvisaciones– tuvo una gota que nos alentó a pensar que en estos dos últimos años del presidente de la República podría dar un golpe de timón a su gestión. Admitió algunos de sus errores, una declaración impensada meses atrás, añadiendo que nuestros compatriotas tienen razón cuando exigen y demandan más resultados. Ahora hay que corregir esos errores. Para ello, el primer e ineludible paso es desprenderse de los inútiles, los improvisados y los sinvergüenzas. Y cada vez su tiempo es menos. Las internas partidarias, de cara a las presidenciales, que empezarán en menos de un año, ya no le dejarán espacio para gobernar. La prudencia le recomienda que los cambios deben hacerse ahora: de hombres y de políticas públicas.
Es absolutamente comprensible que el informe presidencial no tenga críticos dentro del Gobierno. Al menos esa es la arrastrada tradición paraguaya. Pero tampoco se puede ignorar tan alevosamente esta triste y dolorosa realidad que ya superó la trágica barrera de los 13.000 muertos. Por ejemplo, el ministro de Obras Públicas y Comunicaciones, Arnoldo Wiens, se ufana en las redes sociales de haber construido, durante el año 2020, obras que salvaron vidas y que sus “pabellones de contingencia son un patrimonio para el sistema de salud”. La razón y la sensibilidad le convocaban al silencio por aquellas vidas que pudieron haberse salvado y no incurrir en esta agresión al sentido común, en un país donde la gente llegó a morir en los pasillos de los hospitales por falta de oxígeno.
Ese informe, analizado desde una segunda perspectiva, tiene tremendas inconsistencias. El presidente Mario Abdo debe entender que ese discurso no solo sirve para contrastar con los hechos del pasado, sino para confrontar con la realidad del presente. Si realmente piensa escuchar los reclamos ciudadanos, debe actuar ahora, para que su autocrítica no quede anotada al margen de las páginas de anécdotas y de las promesas sin cumplir.