Hace un año atrás, la cristiandad se preparaba para atravesar una Semana Santa y fiesta de pascuas diferentes a todas las demás. Comenzaban en el mundo entero las medidas especiales destinadas a minimizar el efecto devastador de la pandemia que nos había sorprendido en pleno siglo XXI, con una brutalidad feroz, con su carga de víctimas fatales y transformándonos la vida totalmente.Las actividades multitudinarias, los encuentros y rituales que convocan cada año a miles de personas en diversos puntos del planeta, quedaron truncadas por el peligro que representaba el contacto humano en el mundo acosado por el extraño virus de nombre casi extraterrestre que popularmente llamamos desde entonces covid-19.
Ahora, un año después de esas medidas restrictivas tomadas aquí en el Paraguay como en casi todas partes del mundo, la situación está muy lejos de la esperanza que en aquel momento tuvimos como sociedad, pensando que todo pasaría en unos meses y tendríamos seguro una cura para atacar con éxito la epidemia. Sin embargo, aquí estamos hoy, en otra Semana Santa, lejos de aquellas primeras cifras de contagio mínimas y casi nula cantidad de fallecidos que nos enorgullecían tanto como país. Hoy estamos sumergidos en la tristeza de una particularmente dolorosa incertidumbre, con muchos paraguayos y paraguayas dolidos de cuerpo y alma por el padecimiento de la enfermedad, con familias que lloran a miles de los suyos que han visto partir desde lejos sin poder darles el abrazo último. Los hospitales de atención especializada habilitados para atender casos covid-19 positivos están desbordados de pacientes y también los espacios de los sanatorios privados destinados a lo mismo, ya han alertado que no pueden recibir un paciente más. Cada día, al final de la jornada, las cifras de los contagiados, internados y en cuidados especiales en UTI aumentan, al igual que la dolorosa cantidad de fallecidos que en el país superan ya con holgura los cuatro mil.
Ante esta situación, que no es sólo de nuestro país, sino que afecta hoy dolorosamente a otros, tanto vecinos como de la región y otros sitios del mundo, las vacunas han aparecido como la única alternativa cierta para combatir con éxito al virus. Pero, ellas también han sufrido las consecuencias diversas derivadas de la mala gestión, del acaparamiento por parte de algunos países más poderosos o simplemente de la imposibilidad de cumplir con todos los pedidos por parte de numerosos laboratorios que las fabrican en el mundo. Las medidas sanitarias más simples, como el uso correcto del tapabocas, el lavado frecuente de manos y evitar los contactos y cumplir con las medidas de alejamiento sociales, más allá de las vacunas, han demostrado ser las más efectivas a la hora de minimizar los riesgos y la carga viral.
La responsabilidad personal y la actitud de la sociedad ante la situación actual son también una importante parte de esas medidas esenciales para mantener alejado el virus y sus consecuencias. Una cuestión difícil de entender, pero cada tanto nos encontramos con masivas muestras de algo que puede parecer indiferencia, falta de empatía o simplemente conductas desafiantes como las vistas días pasados, cuando una verdadera multitud se agolpó en la Terminal de Ómnibus de la capital o salió en vehículos a las rutas hacia el interior del país, desoyendo los consejos de los expertos que alertaban de las posibles consecuencias catastróficas que esa conducta puede causar al culminar los feriados de Pascua.
Mientras, los familiares de los pacientes internados luchan desde las puertas de los nosocomios por mantener viva la esperanza de volver a abrazar a los suyos, acompañados por manos solidarias que les alcanzan sustento y apoyo espiritual. Adentro, sigue el trabajo sin descanso desde hace más de un año de los trabajadores de la salud, que se ha convertido en una lucha cuerpo a cuerpo contra la muerte y muchos de ellos han perdido la batalla pagando con su propia vida.
Ojalá estos días de Semana Santa, que hoy culmina entrando en la Pascua, nos encuentren dispuestos a reflexionar y tomar la oportunidad de renacer de nuestras propias cenizas y mezquindades para vivir con más generosidad y entrega a los que más sufren.