En los últimos días de diciembre del 2019, la Iglesia Católica pro­puso una concertación inclu­yente que pudiera amortiguar el impacto de una crisis impredecible en cuanto a fecha, pero de cumplimiento inevitable. Para muchos pastores cristia­nos, el púlpito suele ser un termómetro que mide la temperatura social. Sin que la pandemia sea una variable para el análi­sis, porque las preocupaciones ya empe­zaron a finales del mencionado mes y año –con una economía estancada en cero–, el presidente de la Conferencia Episcopal Paraguaya, monseñor Adalberto Martí­nez, hacía un llamado para generar “espa­cios de diálogo serio que permitan iden­tificar y priorizar los temas sobre los que es necesario establecer consensos para el logro del bien común de la sociedad”. Y con una precisión que interpretaba el senti­miento mayoritario apuntó a tres factores claves que estaban erosionando el sistema democrático de nuestro país: “Inequidad, corrupción e impunidad”. El silencio fue la respuesta del Poder Ejecutivo.

El lenguaje es la herramienta insustituible de la política. Es insustituible porque es la que construye la comunicación. Esa dimensión humana que hace posible la sociedad misma. Porque conlleva la facultad de que el mensaje tenga una interpretación en común, sino en su totalidad, en un alto porcentaje. Es decir, el emisor se convierte en receptor y viceversa. Por eso los antiguos griegos le concedían a la retórica la habilidad para convencer. Aunque no todos tengan los mismos intereses o posi­ciones ideológicas, la sumatoria de las razones sectoriales –no sectarias– puede constituir un conjunto superior, fundamentalmente en tiempos de tragedias, crisis o desastres naturales. Y crisis, en diferentes frentes, es la que en estos momentos está arrastrando a nuestra sociedad a un estado de inestabilidad constante.

Quienes hoy administran el poder político tie­nen la responsabilidad moral de abrirse al diá­logo. La palabra es, por tanto, lo que ya dijimos: Una herramienta insustituible. La que será valorada desde la credibilidad si existe sinceri­dad de propósitos. La continuación del silencio de parte de las autoridades, especialmente del presidente de la República, o el engaño dila­torio solo servirán para agrietar aún más las compuertas del generalizado malestar ciuda­dano, con insospechadas consecuencias para las instituciones de la República y para la salud física y económica de nuestro pueblo.

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El señor Mario Abdo Benítez ya no tiene tiempo para desperdiciar. Es urgente que con­voque a una gran mesa multisectorial: Política, social y gremial. Y abriendo las puertas a todos aquellos que puedan sumar sus aportes inte­lectuales para alcanzar el borde del pozo en que nos encontramos y así volver a la superfi­cie. De los acuerdos que puedan surgir de estos encuentros dependerán que podamos sacar al país del cuadro de incertidumbre y zozobra en que se encuentra. Y dependerá, también, en gran medida, la propia supervivencia del jefe de Estado. El avance sostenido del covid-19, con su cuota cada vez más alta de muertes, no deja resquicios para la especulación. Es un barril de pólvora con la mecha encendida. Un lugar común nunca mejor representado.

Pero de nada servirá una gran concertación para lograr los necesarios acuerdos si el man­datario no se desprende de aquellos colabora­dores que a lo largo de estos últimos dos años y medio no demostraron intenciones de honrar sus cargos. Al contrario, los desprestigian con su incompetencia, soberbia y mala utilización de los recursos. Somos conscientes de que esas designaciones son facultades constitucionales indelegables del presidente de la República. Sin embargo, ya insistimos sobre esto en varias oportunidades, no debe olvidar que esa deci­sión también conlleva una carga personal que no podrá evadir. Ni ahora ni después.

Si consideramos la fecha de la inquietud pasto­ral solo nos queda lamentar la sordera de quie­nes ostentan el poder para prevenir muchos de los conflictos que hoy nos asfixian, especial­mente a las clases más desprotegidas. Y, lo peor, eso no es todo. Esa exhortación de monseñor Martínez no era nueva. A inicios de diciembre del 2019 ya alertaba que “hay un grave peligro en el país por el descontento social, que puede derivar en situaciones de convulsión y violen­cia como los que se han visto en varios países de la región, con saldos de dolor y luto”. Hoy el Presidente, más de un año después, busca en la Iglesia una vía para la mediación.

Si bien no podemos dejar de subrayar el tiempo malgastado, ahora precisamos de una estrate­gia que nos permita enfrentar con acierto los enemigos que nos acechan: el coronavirus, las urgencias y desabastecimientos en los hospi­tales públicos, la pérdida de empleos, empre­sas en estado de quiebra, multiplicación de la pobreza y la agitación ciudadana. Ese camino es el de una gran concertación política, basada en el diálogo y los renunciamientos, donde el único objetivo sea la búsqueda irrenunciable del bienestar colectivo.

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