Cada episodio de inestabili­dad climática (no requiere ser una tormenta) trae aparejados cortes en el suministro de la energía eléctrica. Estos a su vez provocan diversos trastornos desde los vincula­dos a la comodidad de las personas hasta los que ponen en riesgo su propia vida. Somos, en rigor, un país que mana energía eléctrica en abundancia, pero no sabe qué y cómo hacer con ella: típico de las socie­dades políticas que no han consagrado esfuerzos a la planificación y han vivido eternamente colgados de la cultura de la precariedad y la contingencia. No hay que olvidar a Venezuela, un país que se baña en petróleo, fuente de riqueza de diversas naciones, anclada en tremendas dificulta­des de sobrevivencia económica.

Lo mismo se puede decir del servicio de agua, la Essap y diversos recursos que deberían ser proveídos con calidad por la escala de nuestro país y no han logrado un estándar mínimo de calidad.

Por citar un par de elementos de cómo somos una sociedad capaz de repetir el mismo error en infinitas ocasiones: en cada noche de tormenta las autoridades municipales o de la Ande nos informan de la cantidad de árboles caídos que provo­caron determinado número de afectación en el tendido eléctrico. Al día siguiente, se escogerán los despojos de tales árbo­les y nadie volverá a hablar de ese pro­blema hasta la noche en que nuevamente nos quedaremos sin luz a consecuencia del mismo drama. Es cierto que padece­mos la mediocridad de nuestros repre­sentantes en el Congreso o en la comuna, pero tampoco estos temas se debaten en otros espacios en los tiempos en que se deben debatir: cuando no hay tormenta. Este es un ejemplo más de nuestra cul­tura de la contingencia, de la sobreviven­cia; de nuestra costumbre de seguir por la vida “atando con alambre” aquello que está mal para padecerlo de nuevo en poco tiempo.

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El problema de los cortes de energía eléctrica merece un debate serio. Un diagnóstico preciso y un abordaje que brinde garantías de solución razonable. Somos un país que debate los argumen­tos con los cuales negociará con Brasil un acuerdo clave de su futuro energético... pero su sistema eléctrico se derrumba ante el primer relámpago: vale la pena que nuestros servidores públicos pongan la estructura en el estándar de calidad que debe tener.

Ya no es sostenible el discurso sobre que somos un país con enormes recur­sos energéticos con problemas de trans­misión. Ese es un diagnóstico asumido cuya etapa de solución hubiera empezado hace décadas, pero seguimos repitiendo la misma ecuación fallida como si de algo sirviera que recordemos cuánta energía tenemos y cuánto más de inconvenientes tenemos para aprovecharla.

Debe ser también una oportunidad para cerciorarnos sobre cuánto incide en la mala calidad de los servicios el drama inextinguible de la corrupción. Podríamos –fácilmente– toparnos con el detalle sobre que muchos de los nudos del sistema colap­san porque no tienen calidad suficiente o porque su mantenimiento es deficitario.

Debería, sin dilaciones, pedirse a las autoridades de la Ande y la Essap un plan de normalización de sus servicios. Olvi­dar ya la utopía técnica de “un verano sin cortes”, engaño al que venimos siendo sometidos por décadas y más bien partir de la base de una evaluación realista para ver qué etapas se pueden comprometer para metas concretas que se deban alcan­zar. No deberíamos llegar al 2023 con la misma chapucera excusa de que se cortó toda la luz de una ciudad porque uno, dos o seis árboles colapsaron en un temporal. Se debe exigir profesionalismo y calidad a los servicios y servidores públicos o no tendrían que permanecer en sus cargos.

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