Es imprescindible que en la polí­tica se generen compulsas y tensiones, fundamentalmente cuando se trata de una repú­blica en la que deben funcionar los con­trafrentes de gobierno y oposición como fórmula para establecer una gestión y un control, una posición generalmente pre­eminente y una opción, siempre es útil para la democracia que unos y otros man­tengan una “distancia cívica” que evite el pensamiento único, el “unicato” propio de los regímenes autoritarios.

Sin embargo, también es cierto que en determinados momentos de su historia, es sano que en una república sus líderes se reúnan, arriben a acuerdos o consen­sos –y a partir de ello– generen planes de conjunto. Esto es lo que distingue a una democracia madura y seria de una en la que el canibalismo político aún funciona como un caldo genético que no termina de consolidarse en términos de calidad, que aún es un ensayo o una inacabable transición.

Probablemente, alguien saldrá a decir que los acuerdos son imposibles de lograr en nuestra cultura política, reconociendo que no hemos superado la fase primi­tiva, otros argumentarán que antes del acuerdo hay prioridades, lo cual es una grosera falsedad porque sobre lo que se acuerda es sobre prioridades justamente; pero en general –y aunque sus resulta­dos tuvieron luces y sombras– estamos mintiendo cuando negamos nuestras posibilidades de acordar, ya que una base del funcionamiento de las instituciones democráticas ha sido la complementación de la Constituyente del 92 con el “Pacto de Gobernabilidad”.

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Obviamente, y reiterando, los pactos ten­drán la altura y el talento de la calidad que puede la clase política, no esperare­mos milagros, pero estaremos demos­trando que sí se puede hacer algo más que destruirse mutuamente en los escenarios del ejercicio estatal, principalmente en el Congreso y en la administración de la delicada Justicia.

El presidente de la República y los líde­res políticos de diferentes sectores tienen el deber de intentarlo; de acordar para establecer agendas básicas que pinten el paisaje del futuro que soñamos y que, al mismo tiempo, nos ayude a los ciudada­nos a confiar en que tenemos algo más que autoridades que solo pelean por sus intereses personales y sectoriales.

Salud, educación, desarrollo social, modelos de desarrollo, infraestructura, investigación, pueblos indígenas son, entre muchas otras, las agendas impres­cindibles para seguir adelante con un modelo de planificación-país que esta­mos debiendo en fórmula de consenso a las futuras generaciones. El Paraguay –como proyecto político– no ha hecho sino “patear hacia adelante” indefini­damente sus prioridades. Al oficiar de esta manera hemos sido –histórica­mente– padres irresponsables de nues­tro futuro.

No se debe temer a los acuerdos, tampoco a los espacios de convivencia, se debe superar las barreras que han impuesto los sectores de intereses que lucran con la grieta eterna de los sectores políti­cos porque recogen buena pesca de tales aguas turbulentas, en tanto con una clase política siempre debilitada y siempre des­prestigiada pueden imponer sus agen­das. Por sobre cualquier dificultad se debe buscar un dictamen en común sobre cómo resolveremos los desafíos que nos depara el futuro. Y una hoja de ruta.

Aún en el marco de las tribulaciones de los tiempos que vivimos, aún en medio de las dificultades, aún inmersos en el debate más intenso o irracional, los líde­res deben imponer un espacio de diálogo y de definición de agendas de futuro, de lo contrario, seguiremos vagando como un cometa errante y nunca terminaremos de meternos en la órbita de las naciones que supieron actuar hoy pensando en el mañana.

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