Algunas prácticas obligadas por la irrup­ción de este virus que pone al mundo de rodilla se convertirán, seguramente, en buenos hábitos. Por ejemplo, lavarse las manos, en la forma y el tiempo que nos recomiendan. Lo que hoy estamos haciendo por temor o para evitar el conta­gio debería ser una costumbre arraigada en la conciencia. Muchas enfermedades, nos alertaban siempre los profesionales de la salud, se incuban y se transmiten porque no somos propensos a poner de manifiesto en nuestras actividades cotidianas cuestio­nes higiénicas absolutamente elementales. Y si las hacíamos no era de la manera en que nos están enseñando ahora. Nos dejará esta crisis una de las lecciones más importan­tes de nuestra vida: cuidar la propia salud como un acto solidario para con los demás.

La quietud de la cuarentena fue, además, una oportunidad para reflexionar sobre el ritmo acelerado que agobiaba la exis­tencia, sobre la pérdida de comunicación personal, hoy recuperada, y la necesidad de acumular cálidos momentos familia­res, pues esta pandemia nos puso de frente lo efímero que es nuestro paso por la vida. Y, aunque suene redundante, aprendimos a diferenciar lo sustantivo de lo super­fluo. Aprendimos a soltarnos un poco más de esa tecnología que nos esclaviza para mirar de nuevo a los ojos de quienes nos hablan. Aprendimos a redescubrirnos en nuestra condición de seres humanos con pensamientos, emociones y sentimientos. En medio de la tragedia de miles de muer­tos, estas cátedras deberían permane­cer vivas en nuestra forma de ser, hacer y entender las cosas. Nos harían más huma­nos y menos egoístas.

Algunas medidas saludables también se incorporaron en el campo político. Los exorbitantes salarios en algunas entida­des públicas, los gastos superfluos y des­pilfarros, que hace tiempo están en la mira ciudadana, serán recortados y eliminados drásticamente. También tendrá que refor­mularse profundamente el servicio civil para que realmente el mérito no pueda ser alterado por el nepotismo, el compadrazgo y los favores políticos partidarios.

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El control civil es cada vez más incisivo. Hoy la atención está concentrada en los préstamos autorizados para enfrentar esta pandemia. Toda la buena acción profesio­nal de quienes dirigen esta lucha puede verse manchada por la falta de escrúpulos de determinados funcionarios. Algunas denuncias ya terminaron en renuncias. Pero la cuestión asoma mucho más grave. El Poder Ejecutivo tiene la obligación moral de aclarar minuciosamente cada cuestionamiento y de sancionar con toda la dureza de la ley los casos comprobados de corrupción.

La ambición del ser humano, incluso en estos días de grandes carencias y angus­tias, no ha mermado. Por eso fue certero, como siempre, el mensaje del papa Fran­cisco, de semanas atrás, para orar “por la gente que en este tiempo de pandemia hace negocio a costa de los necesitados, se aprovecha de las necesidades de los demás y los vende”. Pero cuando los llamados espirituales fracasan, debe entrar en vigor el incansable brazo de la ley.

La gestión del Gobierno, antes de este drama sanitario, ya tenía precedentes de denuncias por corrupción, improvisación y despilfarros. Ahora que tiene el respaldo de la sociedad debe encontrar la fuerza interna necesaria para materializar las trasformaciones largamente posterga­das. Es una brillante ocasión para lavarse la cara. El aceptable manejo, hasta ahora, de esta crisis le demostró al Presidente la importancia de contar con el aporte de los que saben.

Así como la población aprendió el valor de lavarse manos, el Gobierno deberá encon­trar valor para lavarse la cara. Cualquier atisbo de corrupción tiene que cortarse de raíz. La falta de voluntad política solo aumentará la sospecha de la complicidad.

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