Estamos entrando en la cuarta semana de la cuarentena decidida por el Gobierno para hacer frente a los principales desafíos del COVID-19 desde el 11 de marzo pasado. Aunque no todos lo han comprendido a cabalidad, la mayor parte de la población ya ha entendido que hay que quedarse en la casa para evitar el contagio y la expansión de la enfermedad a mayor velocidad que la que está haciendo.
Esta obligada contención social está produciendo sus efectos negativos en la producción y en el empleo, que es el costado más doloroso de esta situación: muchas empresas han parado su producción, otras han decidido seguir con lo mínimo y la mayoría vive con angustia sobre cómo enfrentar la realidad sin pagar el altísimo costo de la paralización total.
Al mismo tiempo, centenares de trabajadores se han quedado en la calle y solo un porcentaje de ellos tendrá el socorro del Instituto de Previsión Social (IPS) con una medida que solo podrá paliar una parte del drama. En otras palabras, estamos combatiendo la enfermedad poniendo en grave aprieto nuestra salud económica y corremos el riesgo de castigar a nuestra gente en lo que más duele, el estómago y la supervivencia económica.
Algunos han descripto el tema diciendo que hay que decidir entre la salud o la economía y que no se puede cuidar de aquella si se atiende a la actividad económica. Este es un razonamiento equivocado que muchos altos funcionarios han invocado que implica una peligrosísima amenaza para todos, pues al parar la producción y el trabajo va a colapsar la vida económica del país. Y poner en zozobra la vida de miles de personas por falta de medios para la subsistencia.
No se puede admitir tal disyuntiva porque aparte de reñir con la lógica es una peligrosa manera de enfocar la solución a los principales problemas que tiene en estos momentos nuestra sociedad.
Con la adopción de la cuarentena y el distanciamiento social dispuesto por el Gobierno, se está llegando a consecuencias que tienen su inevitable carga negativa. Pues mientras se trata de aplanar la curva del contagio del coronavirus se está aumentando la curva de la recesión económica con sus lamentables resultados. ¿Cómo hacer para atender los cuidados de la salud sin suspender la actividad económica y no causar un gran perjuicio? Este es el gran dilema que se presenta ahora como el mayor desafío del momento.
Cerrar la actividad económica o dejarla en su mínima expresión como una medida extrema de salud pública no parece ser la opción más inteligente para continuar, pues tiene costos económicos y sociales extremos. Por ello debe examinarse mejor la situación para buscar un nuevo diseño de combate que no deje tantas bajas.
Se impone ahora idear un nuevo modelo de solución. Hay que realizar un diseño que no enfrente la salud con la economía, como pretenden algunos, sino que contemple ambas cosas como parte de una misma realidad, como lo es en la vida cotidiana.
Se debe formar un equipo mixto compuesto por altos funcionarios del Gobierno y representantes de los principales gremios del sector privado que se ponga a elaborar de manera urgente un plan para reactivar los negocios a corto plazo sin ir contra el cuidado de la salud.
Por la evolución de la pandemia, aunque después del 12 de abril se levante la cuarentena extrema será necesario mantener la contención social por más tiempo, se hace necesario contar con un plan de reactivación rápida para reparar el daño causado hasta ahora y restablecer la economía mejorando el empleo y su impacto social.
Es necesario terminar con la falsa dicotomía de tener que elegir entre salud o economía y ponerse a trabajar para encontrar una solución intermedia que no deje tantos lesionados ni castigados como podría ocurrir si se descuida por completo la actividad productiva y el trabajo.
Después de Semana Santa hay que reabrir, aunque sea parcialmente, la mayor parte de los negocios y empresas cerrados para que puedan seguir operando y ser viables económicamente. Porque clausurar la mayor parte de los mismos por más tiempo es una especie de suicidio que no deberíamos cometer como país.