El lunes último se encontró en las inmediaciones de la Terminal de Ómnibus de Asunción tirado en un patio baldío el cadáver de una niña indígena dentro de una mochila. La noticia sacudió la sensibilidad de mucha gente por la gravedad del hecho y puso de manifiesto, como otros actos similares, la debilidad de los organismos públicos encargados de la seguridad y el fracaso del Estado paraguayo para proteger a los más débiles de nuestra sociedad.

Este y actos parecidos en que los obje­tos de la violencia son los niños y mujeres indígenas son muy frecuentes y, aunque muchos de ellos son divulgados por los medios, no terminan más allá del clásico “aichijáranga” de compasión, siguen suce­diendo nuevos casos que van agravando la situación.

Solo en lo que va de este año se tienen varios casos de la violencia contra los indígenas, especialmente mujeres. Actos dolorosos porque golpean la sensibilidad y sobre todo porque revelan la extrema crueldad de los violentos de los que es cóm­plice y encubridor el Estado y sus depen­dencias especializadas.

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La dramática contabilidad de las organiza­ciones sociales revela que además del suceso reciente de la niña indígena de 12 años ase­sinada, hay otros casos que llaman la aten­ción. Como el de Gumercinda Silva, del dis­trito de Azotey, Concepción, cuya muerte se quiso hacer pasar por suicidio contra la opinión de sus familiares que sostienen que sería un femicidio, por los rastros hallados. Su cadáver se encontró en la lejana localidad un día antes de hallarse el de la niña mbya guaraní tirado en Asunción.

Se suma a estos hechos la curiosa muerte de Carolina Espínola, de la etnia guaraní, que vendía artículos de artesanía en Asun­ción, que se produjo el viernes de la semana pasada y cuyos restos se encontraron en el Parque Caballero.

Unas semanas antes, en la comunidad indí­gena de Hugua Ñandu, Concepción, una mujer aborigen embarazada y una niña de once años denunciaron haber sido objeto de violencia sexual por los jefes del grupo.

Y aquí en Asunción, todavía está reciente lo acontecido con una niña indígena de 14 años que el 28 de enero pasado fue encon­trada atada de pies y manos y encerrada en un edificio céntrico abandonado víctima de violencia sexual. Declaraciones de funcio­narios de la Secretaría de la Niñez y la Ado­lescencia y la Fiscalía indicaron en la oca­sión que ya la conocían por sus andanzas y su afición a las drogas, y, sin embargo, no la protegían.

Además de los resonantes casos señalados, como asesinatos, golpizas y violaciones, transcurren en la vida como cosas cotidia­nas otros hechos que parecen ya normales y no inmutan a las autoridades responsa­bles. Y que son igual de lamentables.

Un ejemplo de ello es la situación de los niños indígenas de todo el país: El Insti­tuto Nacional de Alimentación y Nutri­ción (INAN) en un estudio conocido en el 2019 señalaba que el 50% de los niños de la población indígena están desnutridos, lo que, a pesar de su gravedad, no es de extra­ñar. Porque sobreviven en medio de una sociedad apática y un Estado cómplice de la violencia institucional.

O la lamentable postal que puede verse en las calles de la capital y de otras ciudades en que niños indígenas rotosos o mujeres con bebés en brazos piden moneditas a los automovilistas y transeúntes para poder sobrevivir.

Así como los responsables de los asesinatos y actos de violencia contra niños y mujeres indígenas deben ser denunciados y castiga­dos duramente, de ese modo hay que pedir que los organismos del Estado que no cum­plen su tarea sean objeto del repudio. Y que se les obligue a actuar adecuadamente.

Hay preguntas que se imponen: ¿Qué hace el pomposo Ministerio de la Mujer para defender a las mujeres indígenas? ¿Por qué la Secretaría Nacional de la Niñez y la Adolescencia no actúa con más eficiencia? ¿Qué hace el Instituto Paraguayo del Indí­gena para cuidar y ayudar a los aborígenes? ¿Por qué la Policía Nacional no interviene y ampara a los indígenas que están en peligro de violencia en la calle y otros sitios?

La respuesta es simple y vergonzosa: Por­que el Estado con su pobre gestión ha fra­casado en proteger a los más débiles.

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