La política económica de un país está determinada por su gobierno. Y es la primera palabra la que define su orientación y objetivos prioritarios. Prima la voluntad de las autoridades en la utilización de los recursos técnicos que proporcionan la ciencia para alcanzar las necesidades básicas de cualquier sociedad: empleo, salario justo, educación y salud públicas de calidad, precios estables, acceso a la vivienda, en síntesis, la satisfacción de las demandas colectivas más esenciales que permitan un nivel de vida que sea coherente con la dignidad del ser humano.
El más elemental de los manuales de la materia nos indicaría que la política económica tiene entre sus grandes objetivos mejorar la distribución de la renta y la riqueza, y expandir la producción. No existe receta única para lograr esas metas, pues cada país tiene sus propias peculiaridades y porque hasta hoy varias escuelas teóricas, algunas irreconciliables, se disputan con exclusividad la fórmula del éxito económico. Nosotros hemos de optar por aquella que nos permita salir de la pobreza y reduzca los privilegios de las élites. No estamos hablando de políticas fiscales confiscatorias, sino de un régimen tributario más justo y que no cargue todas sus expectativas de ingresos en los sectores menos favorecidos de la sociedad.
Pero la simple voluntad, si la hubiera, no es suficiente. Manejar las técnicas que puedan hacer más predecibles los hechos económicos con tendencias negativas, para amortiguar sus impactos, requerirá siempre la presencia de una intelectualidad lúcida, honesta y comprometida con el país, y no con los dictados imperativos de los organismos multilaterales. El equilibrio macroeconómico es solo un medio, no un fin, para que el bienestar se desplace hacia los grupos más vulnerables de nuestra sociedad.
La recesión económica que golpeó con dureza en los últimos meses a la clase trabajadora, al comercio, a la industria y a la producción habrá dejado muchas enseñanzas a los expertos. Cerramos un año con crecimiento cero y con un déficit presupuestario que alcanzó el tope del 3% del Producto Interno Bruto (PIB), contemplado para casos excepcionales, que en términos de cifras representa un déficit de 1.200 millones de dólares. Desde la aparición de la Ley 5098/13 jamás se superó el 1,5%. A esto debemos añadir los monumentales despilfarros detectados en algunos entes y organismos del Estado.
Los técnicos del Ministerio de Hacienda, voceros de organismos internacionales y algunos profesionales independientes, analizando los indicadores de los últimos tres meses, aseguran que la recesión llegó a su fin. Y fijan sus expectativas en un crecimiento de alrededor del 3,5% durante el próximo año. Es decir, se acercaría al ritmo sostenido del 4% de los últimos quince años.
No está demás apuntar que debemos partir de un presupuesto equilibrado y asignar recursos para construir políticas públicas con vocación de Estado. Y terminar con ese déficit de control en los lugares claves de recaudación, como Puertos y Aduanas, donde la inoperancia y la corrupción caminan de la mano. Al menos esa es la impresión por sus escasos resultados.
Ni el optimismo sin fundamentos reales ni el pesimismo aplastante son aconsejables a la hora de fijar parámetros dentro de las disciplinas que tienen rigurosidad de ciencia. La economía es una de ellas. Ni espejismos ni prejuicios. Hay que analizar la realidad, no para administrarla tal como viene, sino para transformarla. El estudio de los escenarios posibles, mirando no solo la problemática interna, sino el contexto regional, demandará un gran esfuerzo intelectual de los técnicos y expertos de todos los ámbitos, públicos y privados. La crítica razonable y sincera será la gran tarea de estos últimos. Y es obligación de las autoridades escucharla.
Aquí no se trata del éxito o el fracaso de un gobierno. Porque los gobiernos son coyunturales en la vida de un país. De lo que se trata es del bienestar de la sociedad en general. Y a ese bienestar tenemos que apostar todos. Desde el lugar que nos corresponda. Esperemos que el Ejecutivo tenga ese mismo pensamiento. Y que lo demuestre en la contundencia de los hechos. Nuestro país ya no está en condiciones de soportar otro año de crisis como el que tuvimos.