El rol que muchas veces ha ejercido el Congreso de la Nación ha colo­cado al Legislativo en una posi­ción de superpoder, o de poder real, por las enormes atribuciones que ha tenido desde la entrada en vigencia de la Constitución Nacional de 1992.

El control que ejerce sobre la adminis­tración del Ejecutivo implica un poder de enorme proporción que es delicado dejarlo sin ningún tipo de supervisión. En este aspecto, este control recíproco entre los poderes, en especial el que realiza el Legisla­tivo sobre el Ejecutivo, ha sido en general un punto importante en nuestra nueva Carta Magna, más aún cuando en esos azarosos años posteriores al Golpe del 89, el Para­guay apenas empezaba a caminar el difícil camino de la democracia tras una larga cul­tura de la gestión sin disensos.

Entonces, en líneas generales, esta super­visión legislativa ha sido saludable, puesto que el Congreso ha pasado a adquirir un rol activo en democracia y constituirse en freno y contrapeso al poder administrador.

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Pero pese a este poder casi omnímodo, en algunos aspectos este exceso ha sido nocivo, especialmente en lo que tiene que ver con la ley más importante que un país tiene: la del Presupuesto General de la Nación.

Cada año, sistemáticamente, diputados y senadores introducen sustanciales modi­ficaciones al Presupuesto, respondiendo a diferentes intereses y necesidades, tras­tornando así el proyecto presentado ini­cialmente por el Ministerio de Hacienda, que sabe exactamente cuántos y en qué conceptos podrá generar ingresos para el siguiente año.

Durante un conversatorio impulsado por el Banco Central esta semana, diferentes expertos económicos de nuestro país, entre ellos ex ministros de Hacienda, se expla­yaron sobre diversos temas económicos de trascendencia. Entre estos temas, aborda­ron este aspecto que atañe al presupuesto y al rol que desempeñan los parlamentarios en la elaboración del mismo.

Para algunos de estos expertos, como César Barreto, hay que plantear la posibilidad de restar atribuciones al Congreso para evitar que haya manoseos al presupuesto público, como viene sucediendo desde hace mucho tiempo, atendiendo que cada año son cada vez más los pedidos que se realizan desde distintos sectores y desde diferentes enti­dades.

Este análisis no es para nada descabellado considerando que en muchos de los casos las solicitudes a las que dan curso los legislado­res provocan un enorme agujero presupues­tario, ya que no se condice lo que está presu­puestado con la estimación de los ingresos previstos.

Es aquí que se plantea la necesidad de deba­tir las atribuciones del Congreso en esta materia, atendiendo que la Ley de Respon­sabilidad Fiscal y sus límites nunca se res­petan desde el Congreso. Es el Ministerio de Hacienda junto con sus órganos competen­tes y sus técnicos los que conocen a cabali­dad el dinero que el Estado logra recaudar, y por esta misma razón es hasta elemental que se respete el proyecto que se planifica y se elabora anualmente.

En Uruguay, por ejemplo, se emplea una fórmula bastante efectiva que le ha per­mitido alcanzar resultados positivos en lo que hace al control y la regularidad de la ejecución presupuestaria. Este método se empezó a aplicar en la década de los 60 y es el presupuesto quinquenal. Este presu­puesto se revisa en los aspectos sustanciales cada cinco años, pero cada año lo que hace el Congreso es simplemente hacer ajustes de ser necesarios. Es una fórmula que en la República Oriental da resultados y ordena los gastos.

El debate que plantearon estos entendi­dos en el BCP es necesario, puesto que gran parte de estas ampliaciones o más presu­puesto va destinada a gastos corrientes y muy poco, muy escasamente, a las inver­siones que requiere el Estado en materia de salud, educación, infraestructura o seguri­dad.

Es tiempo de que se planteen ajustes en las atribuciones presupuestarias que la Consti­tución Nacional otorga a los parlamentarios.

El interés general está en juego.

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