Estamos mirando en la TV el clima de violencia que se registra en diferen­tes regiones del continente. Como siempre sucede, la tendencia es ver siempre todo lo que ocurre desde una pers­pectiva simplista, asumiendo que se trata de una guerra entre buenos y malos, entre negro y blanco, entre Cerro y Olimpia, pero en reali­dad el problema es mucho más complejo.

Estamos observando un clima de inestabili­dad que ya ha acarreado decenas de muertos, centenares de heridos y millones de dólares en pérdidas materiales.

En el Paraguay tenemos múltiples diferen­cias, nos agobian los mismos dramas sociales y tenemos muchas críticas hacia la clase política gobernante que no para de cometer errores. Sin embargo, también tenemos valores, cul­tura y activos que cuidar y por sobre todo no podemos correr riesgos que puedan ser irre­versibles.

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Lo que tenemos que cuidar es el clima de un país que pelea por posicionar su economía en un status de competitividad en relación com­parativa, lo cual como cualquier hecho que se genera en un contexto regional difícil debería ser resguardado con enorme cuidado.

Y no podemos correr riesgos porque no somos Chile ni somos Argentina en términos de estructura, educación y de solidez política, lo cual hace que un clima de violencia instalado en las calles puede someternos a un tobogán de inestabilidad de cuyo inicio se puede saber pero de cuyo final para la democracia y la eco­nomía sería imposible de determinar. Para empezar, una atmósfera de violencia social y política arriesgaría el proceso constitucional vigente que –aun con sus cuestionamientos– es un valor conquistado en las urnas que debe ser preservado.

Las redes están pobladas de opinión, los medios denuncian y se expresan cotidiana­mente, la política se mueve dentro de un juego de libertades. Es importante cuidar este sis­tema evitando pasos en reversa que terminen siendo difíciles de administrar.

Criticar, expresarse con libertad, repudiar, escrachar, cuestionar a las autoridades, es el resultado de un lento pero indudable proceso de construcción democrática que ha durado treinta años en el Paraguay. Todavía tiene numerosas materias pendientes: la inequidad social sigue estando presente, la corrupción sigue explotando en la oficina de las autorida­des, la ausencia de justicia y la deficitaria ges­tión de los congresistas siguen provocando dolores; pero la República sigue siendo el mejor recipiente para alojar nuestra democracia que –a su vez– continúa siendo el único camino de convivencia política racional. No existe otro camino posible.

Cuidar el país significa pelear por su libertad y su civilidad con todas las herramientas, aun las más enérgicas pero evitando que la violen­cia nos arrincone como hoy sucede en otros rincones del continente.

Los malos ejemplos, como la Bolivia sumida en una perpetuidad gubernativa con un tufo dictatorial imposible de simular y la Venezuela donde el engaño político y la corrupción han convertido a una potencia económica en una aldea derruida, deben abrirnos los ojos al res­pecto de fórmulas de redención social que ter­minan llevándonos al abismo. Que esto no nos pase en Paraguay: cuidemos el país.

Cuidar el país significa oponernos a la violencia de formas políticas, cuyo ejemplo más vivo es la “doctrina bolivariana” cuya praxis carcome procesos de libertad electoral, dilapida rique­zas, persigue a actores de la economía hasta lograr su ruina y genera pobreza y ruptura social. A esto nos oponemos como causa con la misma claridad como cuando criticamos a las autoridades que no cumplen con sus funciones.

En resumen: debemos ser inflexibles contra la corrupción y los síntomas de mal gobierno, pero aún más inflexibles contra los verdugos de la democracia cuya motivación es destruir e incendiar las instituciones.

Ojalá la llamarada horrible que se eleva de los sitios públicos en diversas regiones del conti­nente y principalmente Chile nos recuerden que solo dos años atrás este grupo de medios se plantó –solitariamente– para reclamar y levantarse contra la quema del Congreso en el Paraguay, hecho que muchos políticos y medios que hoy lamentan lo que ocurre afuera, aplaudían y lanzaban leñas al mismo fuego; fruto de su inmadurez y cortoplacismo.

Aprendamos la lección: es cierto que las auto­ridades deben cumplir con el pueblo, deben respetar los procesos electorales sin burlarse de sus reglas, deben hacer un buen gobierno y ser cuidadosos con los recursos del pue­blo; pero así también debemos recordar como sociedad que mezclar molotov con la política terminará quemando a todos y empobreciendo la República.

Cuidemos el país.

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