El cambio que se produce en la realidad es shocking para el mandante, acostumbrado al triunfalismo electoral, a los festejos de campaña… en fin, el paso del triunfalismo, las sonrisas y los vítores, del mando recién estrenado, al paso, en poco menos tiempo de lo imaginado, al enfrentamiento de los conflictos, a los reclamos de la gente, al pase de facturas, a la mendicancia de los correligionarios, es decir al pase de facturas habidas y las por haber, las que se acumularon previamente y las que se van acumulando con el hambre sin fin de los correligionarios, es decir, la política mendicante de cargos y de deudas y promesas de campaña. Y no hay que olvidar que la realidad, cuando llega la hora, tiene imprevisibles desenlaces que poco o nada tienen que ver con las promesas de campaña.

Sin ir más lejos, los pedidos de cargos y ese factor clave que suelen olvidar los políticos desadvertidos, mal asesorados, o incluso desatentos ante los avatares de la realidad que, como todo el mundo sabe o debe saber, no se arreglan con pichaduras porque “el que se picha pierde”.

Los conflictos políticos del día a día, ese agujero negro y de profundidad sin fin que llamamos realidad y que no siempre sabemos leer a tiempo, salvo cuando, como en los accidentes, se nos aparece de golpe, sin previo aviso y nos atropella.

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Volvamos al principio: una vez ganadas las elecciones, ya electo y ungido electo, un presidente goza de inmediato de respetabilidad; el acto electoral lo consagra, aunque según la tradición, hay que reconocerlo, no hay tanta generosidad; de hecho, son cien días de gracia, más poco que mucho y, cuando pasan los días y termina el período del amor, la cosa se pone brava porque, por decirlo con un ajustado juego de palabras, la gracia, a medida que pasan los días, se va volviendo más desgracia y menos gracia.

Y el mandamás, casi sin darse cuenta, pasa de las genuflexiones y las alabanzas a los reclamos y las exigencias, de los aplausos a los plagueos y los “desatre ko Marito”. En fin, hay que aterrizar lo más suavemente posible y evitar estrellarse para cuyo fin lo más necesario es no perder la calma, sino todo lo contrario, porque con la calma lo que se pierde de inmediato es el control y con el descontrol no se gana nada, sino que se pierde siempre, poco o mucho… y hasta se puede perder todo.

Es un tanto lo que le está pasando a Marito y es un síndrome candente del desgaste rápido y vertiginoso del poder, y aquí vale la pena hacer una distinción: que los mandatarios que suben fácilmente al poder no suelen tener en cuenta… que la antítesis del poder no es el “no poder”, es la impotencia… un fenómeno vertiginoso de la política, de la rapidez con que se pasa del poder a la impotencia… y a la pérdida del poder real.

Lo que el Gobierno necesita es un “retiro intelectual”, intelectual en el sentido más estricto de parar la pelota y ver a “qué se quiere jugar”, es decir una seria reflexión para saber qué está haciendo, qué quiere hacer, y dejar de jugar al contraataque, es decir, al “sálvese quien pueda”, dejar de andar con la manguera a cuestas tratando de apagar los incendios que se generan constantemente en la política cotidiana, que son más devastadores por la frecuencia y la inercia de la confrontación, que es una constante inevitable de la política, que no tiene nada que ver, pese a lo que algunos incluso han teorizado, con el ajedrez, que tiene cierta lógica elegante, la política es todo lo contrario, los trebejos se mueven por sí mismos y sin lógica alguna y, lo que es más grave, tienen una dinámica propia, caprichosa, si queremos bautizarla de alguna forma, ya que no se guía por las leyes de la lógica, sino que cada trebejo, desde el rey y la reina hasta los caballos, e incluso –y este es un punto capital–, ¡hasta los burros! tienen vida propia y juegan por su propia cuenta, al compás de sus propias ambiciones, al compás de sus propios rebuznos, generalmente cotizados en los mercados partidarios al mejor postor. No hay crupier, por tramposo que sea, que pueda controlar los giros de esa ruleta llena de trampas y manejada por verdaderos tahúres fogueados en el arte del acomodamiento e inmutables ante cualquier lamento. Es un arte en que los lamentos no sirven para nada.

Esa lección es fundamental para ser presidente con presente y, sobre todo, con futuro.

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