La cumbre de poderes realizada el lunes último entre los presidentes del Ejecutivo, Legislativo y Judicial decidió emprender la racionalización del gasto público. Para ello, los principales responsables de la conducción del país se comprometieron a firmar un documento en el que acordarán medidas bien concretas para gastar menos y hacer frente a la necesidad de ahorrar los recursos estatales, que están cada vez más escasos.
Para que se concrete esa decisión no solo va a pasar un cierto tiempo, sino que sobre todo se tendrán que vencer numerosas dificultades de toda índole. En primer lugar, el propósito de cortar los gastos improductivos debe prender y concretarse en los tres poderes del Estado porque si solo lo lleva adelante el Ejecutivo, sin el acompañamiento de los otros poderes, será una nueva frustración.
Con el Decreto 2.180 promulgado el lunes 22 de julio, el Ejecutivo estableció el recorte de numerosos renglones de ejecución presupuestaria para ahorrar 52 millones de dólares, que comenzó a aplicarse el mismo día. Pero hay razonables dudas de que en el Congreso, institución acostumbrada a los excesos de los políticos y a la escasa intervención de los técnicos, los responsables de su administración tengan la fuerza para cortar erogaciones solicitadas por los más diversos sectores partidarios, siempre ávidos de plata para la faltriquera de sus seguidores. La presión de los legisladores que tienen voz y voto a la hora de hacer las leyes y de aprobar los presupuestos públicos suele ser tan contundente, que es muy probable que la contención del gasto sea aquí muy difícil de lograr.
En el Poder Judicial sucede algo parecido, pues dado que es una institución independiente suele tomar decisiones sin tener en cuenta si las recaudaciones del Estado son suficientes y sin importarle mucho las leyes que rigen a otros poderes y las restricciones en la ejecución presupuestaria y afines. No sufre los excesos partidarios, sino la condición de ser muy autónomo.
El recorte de los gastos públicos en todo el aparato estatal solo podrá concretarse si existe un fuerte consenso en todos los poderes y organismos del Estado, mediante el cumplimiento de reglas que rijan para la totalidad, sin excepción. Desde el punto de vista político, este será sin duda el principal escollo que se deberá salvar. En este sentido, conociendo la realidad de los organismos estatales, en el propio seno del Gobierno está su principal enemigo para realizar la racionalización de gastos anunciada el lunes último.
Para que sea posible concretar la austeridad en el Estado, es imprescindible la eliminación de una de las principales enfermedades que padece, el clientelismo político. Y a medida que pueda superarla, sobre todo en el Congreso y en los organismos del Poder Ejecutivo, podrá utilizar la tijera de podar gastos. Más que otras dificultades que puedan surgir, este será el principal obstáculo. Porque otras medidas administrativas o de procedimiento, como mejorar los procesos de compra o hacer una ejecución presupuestaria más eficiente, son relativamente más fáciles de realizar.
La iniciativa gubernamental de achicar gastos es plausible desde donde se la mire y constituye un viejo reclamo de la clase contribuyente. Pero el tan publicitado ahorro que se quiere hacer, y ojalá se concrete, no tendría sentido si ese dinero no se aprovechara para realizar inversiones imprescindibles que mejoren el servicio público.
No valdría de mucho que el Estado dejara de gastar en cosas superfluas, como salarios a los políticos, y que la salud, la educación, la seguridad y las inversiones públicas y las sociales no mejoraran decididamente. Ahorrar los gastos superfluos del Estado sí, pero para hacer que la calidad de los servicios que se prestan a la gente dejen la lamentable precariedad actual y suban ostensiblemente en excelencia en todo sentido.
El desafío que tienen ahora los tres poderes del Estado paraguayo es de vital importancia, pues no se trata solamente de realizar la tarea de recortar los gastos superfluos. También se impone que los recursos obtenidos de esos ahorros se destinen a la parte más descuidada de nuestra sociedad, que son los servicios públicos. La deuda que tiene el Estado con la ciudadanía es de tal magnitud que todo lo que invierta en salud, educación, seguridad y planes sociales será insuficiente.