La palabra escrachar viene del italiano, según el Diccionario de la Real Academia, con razón su uso nos viene de los argentinismos, y significa originalmente aplastar, presionar, romper, destruir…etcétera.La cuestión del escrache implica básicamente que haya un grupo de escrachadores motivados por acciones de otros que consideran pernicioso y hasta delictivo el proceder de los escrachados, así que para que el proceso del escrache se ponga en marcha y se ejecute hacen falta dos partes, una voluntaria, que considera que debe reprender y sancionar de alguna forma a otra persona o grupo, por considerar que su comportamiento es negativo para la sociedad, y otro que decide que debe sancionar a los supuestos díscolos.

Es decir, un grupo civil que se constituye en juez ante el presunto “mal comportamiento” de otros u otros; para lo que hace falta que haya dos partes, una activa, sancionadora, y otra pasiva, hasta donde le alcance la paciencia, la sancionada.

Es una cuestión, mirándola en rigor, bastante particular, ya que unos ciudadanos se consideran con derecho a juzgar a sus pares, sin ningún título para el caso, cuando la Carta Magna establece que todos somos iguales; y las excepciones para juzgar están igualmente regidas por la Constitución que haya un grupo de ciudadanos que se consideran indignados por el comportamiento de otros, que en base a esa indignación se consideran con derecho para cuestionar públicamente y con agresiones de distinta índole, pero públicas, ya que la acción del escrache implica una sanción que debe ser conocida por el resto de los ciudadanos e, idealmente, aplaudida, ya que se trata de un “castigo público” y de ser posible ruidoso y hasta escandaloso.

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Es una expresión y una propuesta de acción que nos viene de los argentinos. Allí se puso en marcha, con una gran reacción pública, para sancionar a los representantes de las dictaduras que cometieron toda clase de abusos, atropellos y crímenes contra la humanidad. Más allá de eso no trascendió ni perduró... salvo excepciones.

En nuestro país, los escrachables de la dictadura se fueron o se quedaron tan campantes, con algunas excepciones que temieron el escrache. Hasta hoy deambulan por las ciudades sin que nadie ni siquiera les señale con el dedo. Y, hasta más lejos, disfrutan de las riquezas que amontonaron robándole al país y sus habitantes y dejaron una nefasta secuela de pobreza; hasta hay algunos que dictan cátedra de democracia y se creen con derecho a criticar incluso a víctimas de la dictadura que, en su momento, ellos ayudaron a sustentar.

La idea de reflexionar al respecto es necesaria y prudente, porque en base a tales atribuciones autoproclamadas se puede abusar contra los derechos de otros ciudadanos y de hecho se hace.

El escrache implica además cierta espontaneidad, aunque aún no haya causado algún conflicto o desastre o víctimas.

Es decir, el escrache, salvo en las excepciones, que en nuestra región las hay y en abundancia, es herencia de la tradición totalitaria más que de la legislación democrática que, con sus defectos e imperfecciones, venimos a trompicones, empeorando más que mejorando, probablemente porque, pese a las evidencias, seguimos siendo jueces de nuestros pares y juzgando y condenando las diferencias, o convirtiéndonos en jueces por cuenta propia en muchos casos, por influencia de grupos de poder que echan leña al fuego cuando se trata de atacar a “enemigos”, lavándose las manos mientras reclaman que hagan justicia a los demás. Fue la lección nefasta de Poncio Pilatos, cometer el crimen sin mancharse las manos.

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