Los hechos de abuso de todo tipo hacia la niñez nos estremecen como socie­dad. La mayoría casi absoluta y dolo­rosa de los hechos ocurre dentro del ámbito familiar. Los victimarios son general­mente personas que deberían estar a cargo del cuidado y atención de los menores víctimas. Personas tan cercanas como los propios padres y madres, así como parejas de los mismos, tíos, primos y hasta hermanos mayores, son gene­ralmente halladas culpables de todo tipo de horrores cometidos contra la integridad de los más débiles: los niños.

Estremece, como decíamos recién, conocer casos de abuso o maltrato cometidos contra niños tan pequeños que solo tienen poco más de un año de vida o menos aún. Descubrimos con espanto, a través de los medios de comu­nicación, que las criaturas de tan corta edad, o apenas comenzando la niñez, están sometidas a todo tipo de torturas. Son víctimas del aban­dono más abyecto y de la dolorosa realidad de ser los que pagan la culpa de la infelicidad, la falta de capacidad y la indiferencia de sus pro­genitores o mayores.

A esta altura de las cosas, cuando la mirada de esos niños nos interpela como sociedad desde las fotografías que se reproducen en los medios con la fuerza sobrecogedora del dolor, debemos asumir que todos quienes formamos parte de la misma tenemos el compromiso, como mayo­res, de asumir la defensa de los más pequeños con fuerza y sin temor al compromiso.

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Los abusos hacia los niños se nos presen­tan a diario de distintas maneras y deben ser atendidos como un grito de pedido de auxilio. Muchas veces ocurren ante nuestras mira­das, en el seno de nuestras propias familias, cuando observamos que son castigados físi­camente o psicológicamente en forma agre­siva. No podemos naturalizar esos hechos, afirmando que son los padres o tutores los que ejercen autoridad sobre los más chicos, aunque la forma de esta mal llamada “auto­ridad” sea el abuso constante, el castigo y la falta de cuidado. Nos urge construir nuevos paradigmas para que como sociedad dejemos de lado esa manera de pensar que tanto daño causa a la niñez, aprendiendo a comprender sus necesidades y derechos. Es importante que la información correcta sobre los mis­mos esté al alcance de los que ejercen el cui­dado, ya sean estos madres, padres y demás miembros de la familia. Sabemos que en ese ámbito cercano es donde el niño dará los pri­meros pasos de su vida y estos no pueden ser el abandono y la desidia. Y mucho menos, el abuso y la tortura.

Es un trabajo arduo el de inculcar nuevas pau­tas de relacionamiento en circunstancias muchas veces difíciles o en entornos disfun­cionales. Muchos mayores abusadores tienen en su historia de vida experiencias como víc­timas de abuso en la niñez. Muchas madres, que actúan con desidia y abandono en lugar de proteger y cuidar a sus hijos, han sido o son también sujeto de las mismas actitudes en su niñez. La realidad sobrepasa muchas veces la más terrorífica de las ficciones, suelen decir los especialistas que trabajan en el ámbito de la Niñez y Adolescencia y es muy difícil proteger integralmente a los más vulnerables contra los abusos de todo tipo.

Por eso, es vital que las instituciones dedicadas a la Salud Pública y a la prevención y cuidado de la niñez, como las Codeni, así como las ins­tituciones educativas, estén más que atentas a cualquier sospecha de abuso o maltrato infan­til. También las comunidades en las que viven los niños y niñas, los vecinos y parientes son parte fundamental de la cadena de cuidado y de la protección de los que no pueden defen­derse. Solo así podremos decir que somos parte de una sociedad que protege y cuida a la niñez como ella lo merece.

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