Tal vez una de las imágenes que más sensibilizan cuando se muestran a través de los medios de comunicación son las que retratan a niños y adolescentes que luchan contra el cáncer en los diferentes centros de atención de la salud. Pequeños niños y niñas, cuyas sonrisas se vislumbran muchas veces por detrás de sus tapabocas, o que ríen “a cara descubierta” cuando se los retratan en situaciones que representan una pausa en su realidad cotidiana, llena de duros tratamientos, cirugías y análisis de todo tipo.

Los niños y niñas que atraviesan una difícil enfermedad como alguno de los tipos de cáncer, luchan de una manera muy especial para salir de esa situación. Hace unos días, el 15 de febrero pasado, se conmemoró en todo el mundo el Día Mundial del Cáncer Infantil. La campaña que lleva por nombre “Febrero dorado” tiene como símbolo un lazo de color oro, que representa el valor enorme de un coraje que trasciende la debilidad de un cuerpecito que vemos muchas veces como el rostro de la fragilidad, pero que, sin embargo, encierra una capacidad de lucha y heroísmo que muchos mayores podríamos envidiar.

Niños que representan un porcentaje importante de una población –la del Paraguay– que muestra una gran cantidad de jóvenes e infantes como un bono demográfico cuyos beneficios podremos alcanzar si se invierte en ese presente y futuro con inteligencia y capacidad, por parte del Estado.

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Si miramos las estadísticas actuales, el Departamento de Hémato Oncología Pediátrica, que funciona en el Hospital de Clínicas, recibe aproximadamente 150 nuevos casos por año. En total se realizan unas 10.000 consultas anuales, de las cuales 40% son pacientes con cáncer.

De acuerdo a datos emitidos por el Instituto Nacional del Cáncer, dependiente del Ministerio de Salud, se confirman al menos 450 nuevos casos de cáncer infantil al año en Paraguay.

Cada uno de esos niños y niñas, de adolescentes que reciben tratamiento y son pacientes oncológicos, más allá de cómo se llame cada caso, son un ejemplo de lo mejor de las cualidades humanas y, junto a sus familias, que generalmente llegan desde distintos puntos lejanos del país, representan la valentía y la esperanza por encima de cualquier debilidad.

Cada historia de vida nos conmueve y a la vez nos interpela, nos obliga a mirar más allá de nuestras limitaciones. Pero aunque nosotros, los simples ciudadanos podemos aportar desde dinero hasta tiempo, como voluntarios o colaborar de diversas formas para hacer más llevadera esa lucha sin cuartel de niños y familias, es el Estado paraguayo el que no debe dejarlos de lado en ningún momento, ofreciéndoles lo mejor de la ciencia y cubriendo sus necesidades sin demoras ni dudas.

Quienes visitan en algún momento esos centros de atención a niños con cáncer, salen de allí con una mirada diferente y una lección aprendida que no olvidarán jamás. Esos pequeños héroes son más que un grupo de pacientes con una difícil enfermedad como leucemia o tumores en diferentes partes de sus cuerpecitos: son seres inmensamente valientes y maestros en el arte de la vida en su esencia más pura.

Hoy por hoy, como vemos en los datos estadísticos de aquí y de todo el mundo, la lucha sigue siendo desigual, pero se ha avanzado mucho. De cada tres casos de cáncer infantil, dos son curados y eso, en la historia de la enfermedad, es un avance importante. Sabemos, sin embargo, que las cifras representan muy poca cosa para una madre o un padre que lucha a diario, a brazo partido contra esa dolencia, tomando la mano de su pequeño hijo en un hospital. Todo lo demás pasa a segundo plano para quienes están allí largos días y noches, en la batalla por la vida. Y la compañía y la dedicación de los profesionales médicos y personal de blanco que atiende estos casos son tan vitales como la mejor medicina. Ellos se desvelan y acompañan, sufren y luchan por esos niños más allá de sus propias fuerzas, más de una vez.

Por eso, vale la pena que vivamos intensamente este “febrero dorado”, honrando a esos héroes y heroínas “peladitos” y sonrientes que nos invitan a aprender a plantar cara a la realidad y a las adversidades sin perder la sonrisa ni la esperanza. Tal vez no es mucho lo que podamos dar, pero cada minuto dedicado a visitar a los chicos y apoyar a las familias que están en situación difícil, porque muchas veces lo han dejado todo en su valle, han abandonado sus casas y campos para acudir a la ciudad en busca de la salud de sus pequeños, será una carga menos para ellos y redundará en un beneficio enorme para nuestra propia existencia: la de sentirnos mejores personas.

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