Los acontecimientos dramáticos que se viven desde el 2014 en Venezuela, que arrastra desde ese tiempo un grave conflicto político y social además de una calamitosa economía, han tenido esta semana una nueva y funesta escalada: entre la gente que quiere transformar el país y las rémoras que se resisten al cambio y al fin de sus privilegios.
A resultas del ilegítimo mandato de Nicolás Maduro, electo en unos comicios generales viciados y sin observadores extranjeros, la comunidad internacional decidió aislar al régimen caribeño y no reconocerlo como autoridad de los venezolanos. Ese reconocimiento sí llegó, precisamente esta semana, con la proclamación realizada por Juan Guaidó, devenido presidente encargado de Venezuela, en su carácter de titular del único poder elegido en comicios libres y transparentes por la gente: la Asamblea Nacional.
Estos acontecimientos se producen en medio de una inusitada violencia y de un país polarizado, que a la tarde del pasado viernes ya se ha cobrado la vida de una treintena de personas, solamente esta semana. Con Guaidó ganando cada día más reconocimiento y adhesión internacional, así como un creciente consentimiento de los mandos medios militares, el régimen de Maduro se mostró con ánimos de “dialogar”.
Este diálogo es a propuesta de dos gobiernos afines en ideología al inquilino del Palacio de Miraflores: el Uruguay, de Tabaré Vázquez, y México, de Andrés López Obrador, que debuta a nivel internacional con una timorata posición respecto a la crisis venezolana.
¡Cuidado! La aceptación de Maduro es apenas una treta más de una dictadura que se resiste a perecer. Los hechos lo han demostrado cuando en el pasado algunas iniciativas fracasaron estrepitosamente y posibilitaron que el dictador ganase tiempo. Una de esas mediaciones, llevada a cabo a finales del 2017 y principios del 2018, fue la encabezada por el ex presidente del gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero, cuya labor no tuvo los resultados esperados, ya que los representantes del chavismo, que nunca se avinieron a hacer concesiones, mantuvieron en todo momento las riendas del proceso para tratar de imponer sus condiciones. Condiciones que finalmente prevalecieron, ya que apenas unas semanas después el Consejo Nacional Electoral convocaba a unos comicios boicoteados por la oposición.
Hay que decirlo: el diálogo es hoy, luego de los últimos dos años de desmadres y reveses, una instancia prácticamente imposible. Sin embargo, en el remoto, muy remoto caso de que pueda abrirse una etapa para la negociación, la oposición y la comunidad internacional, liderada por Estados Unidos, deben ser firmes sobre una idea en la que no se puede transigir: Nicolás Maduro debe dejar el poder.
Resulta indudable que lo que Venezuela necesita hoy, de manera urgente, si es que la premisa de una negociación es factible, es restaurar su democracia, severamente dañada por el chavismo. Pero sobre la base de que Maduro no puede continuar un minuto más en el poder.
Guaidó, respaldado por millones de sus compatriotas y por la comunidad internacional, debe liderar ese proceso que ponga fin a la usurpación de Maduro, encabezar el gobierno de transición y establecer las bases para unas elecciones libres, soberanas y legítimas. Pero sin Maduro.
Cualquier iniciativa de diálogo que incluya al actual usurpador, patrocinado por los gobiernos aliados como Uruguay, México, Cuba o Bolivia, no puede ser aceptada ni por los venezolanos y menos por las naciones del mundo. Millones de venezolanos que han huido de su patria, y millones más que no han podido hacerlo y que viven en condiciones infrahumanas y miserables no se merecen seguir eternizando la agonía de un país asfixiado por la hiperinflación y por el despilfarro.
La hora de Venezuela es ahora y los países de la región, salvo un puñado de afines a Caracas, presionan por el retorno de la libertad y de la democracia para esta nación.