La decisión de la política exterior paraguaya de cancelar abruptamente la decisión de instalar la embajada nacional en Jerusalén fue una acti­tud poco amistosa que tendrá aún consecuen­cias a razón del eje que se está instalando entre la nación líder en el subcontinente, Brasil, y el gobierno de Israel.

Si el gobierno de Abdo Benítez hubiera tenido que tomar la decisión de trasladar o no la emba­jada inicialmente y no lo hubiera hecho, no habría representado una afrenta para un país amigo como Israel, sencillamente hubiera sido una opción. Pero la decisión poco meditada, diplomáticamente brutal e incluso grosera de cambiar un plan suscrito por un gobierno ante­rior, a sabiendas de la satisfacción que ello gene­raba en la nación judía, sí se puede catalogar indudablemente como un exabrupto diplomá­tico con un rigor innecesariamente inamistoso y hasta humillante para una nación que nos honra con una relación internacional con más de 70 años de cordialidad.

Es imposible –además– que la actual diploma­cia paraguaya no se detuviera a meditar sobre la preponderancia mundial que tiene Israel como contrapeso contra un modelo de violencia y terrorismo con el que debe confrontar cotidia­namente gracias al valor de sus hijos y el ingenio de sus innovaciones.

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Generar de entrada un conflicto tan confronta­tivo con un país y un gobierno con semejantes características es mínimamente una muestra de manejo amateur y visceral de la política exte­rior; lo cual es a su vez exótico porque Paraguay siempre supo llevar una diplomacia prudente con capacidades para colocarse “en tiempo y espacio” de la geopolítica internacional.

Como ya se ha anunciado, el nuevo gobierno del Brasil no solo piensa obrar distinto, sino además ya inicia gestiones para trasladar su embajada a Jerusalén en uno de los gestos más claros al respecto.

En general, es posible que a partir de hoy, con la instalación del nuevo liderazgo en Itamaratí, Brasil mire hacia Israel e Israel mire hacia el Brasil y las posibilidades de tal intercambio van mucho más allá de la simple coincidencia ideoló­gica de sus líderes.

Probablemente se vienen tiempos en que –aparte de la diplomacia– entrarán en un vivo diálogo la economía, la industria e incluso los debates sobre seguridad entre ambas naciones.

Incómoda, como mínimo, estará en este marco la posición paraguaya tras su decisión de dar un portazo a una de las aspiraciones que más satis­facciones ha dado a la relación Paraguay- Israel desde la fundación de tal Estado, ya que lo que sucederá es que mientras Brasil, país líder regio­nal, se acerca a Israel y empieza a generar accio­nes, Paraguay seguirá en el plan de consolidar proximidades que ha establecido en los últimos meses, justamente, con países cuyas relaciones con el mundo judío no son amistosas.

Es importante entender que ese fue el segundo capítulo de violencia innecesaria en la relación entre la diplomacia de Castiglioni e Israel: la pésima idea de generar –sobre los escombros de la decisión de destruir el plan de mudar la emba­jada a Jerusalén– un plan de máximo potencial­mente de la amistad con países antiisraelitas, la Organización Palestina es un buen ejemplo, con cuya autoridad se mantuvo un poco diplomático contacto casi al día siguiente de cerrar la casa de Paraguay en Jerusalén.

Debería informarse al poco experimentado can­ciller que los gestos son muy simbólicos y expre­sivos en el mundo de la diplomacia.

En este marco, tendremos a la política exterior paraguaya en offside (usando una expresión fut­bolera). Mientras la democracia que marca pau­tas en la región se acerca a Israel, nosotros nos acercamos a sus adversarios.

Ojalá más temprano que tarde retorne el crite­rio diplomático a la Cancillería y se plantee un acercamiento a un país amigo que ha dado mues­tras de ser leal y de estar alineado con formas de democracia que obedecen a un patrón político y cultural afín a nuestra manera de concebir el Estado, con todo respeto por la posibilidad que tiene la política exterior de extender lazos con diversas culturas y tendencias que existan en el concierto de las naciones del mundo.

El concepto de soberanía –como aduce el Gobierno– es muy importante, pero para gene­rar acciones inteligentes que nos acerquen como país a las opciones democráticas más sólidas y alineadas con los liderazgos más claros, no para hacernos navegar en aguas inciertas cuyo des­tino es la incertidumbre.

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