Un verdadero hito de la medicina paraguaya se había alcanzado en 1996 cuando por primera vez se logró llevar a cabo en nuestro país un trasplante exitoso de corazón. Este logro, conseguido por profesionales compatriotas hace más de 20 años, supuso en su momento un enorme estímulo para la medicina que se practica en nuestro país, aunque aquel emblemático trasplante se desarrolló en un hospital privado. Aquella delicada operación que tuvo lugar en el Hospital Bautista presagiaba que al menos, en lo que refería a la ablación y el trasplante, algunas cosas podían empezar a cambiar en el Paraguay.

Lastimosamente, no hubo un auge de trasplantes pese a las campañas desarrolladas en este tiempo y las necesidades en este esquema sanitario se mantuvieron; lo cierto y lo concreto es que nuestro país hoy por hoy permanece entre las naciones con los índices de ablación más bajos de la región.

Para tratar de revertir esas cifras, una iniciativa surgida en el ámbito de la sociedad tuvo una rápida acogida en nuestro país, la Ley Anita. A la sombra de la Ley Justina, que dispone que todos los ciudadanos argentinos desde los 18 años pasan a ser donantes, la Ley Anita, que tuvo un fuerte lobby mediático y de sectores de poder, logró superar el circuito legislativo con relativa celeridad. Se denomina así la ley en homenaje a Anita Almirón, la niña de apenas 6 años de vida que murió en el 2014 aguardando un corazón sano debido a que padecía una miocarditis dilatada.

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Una esperanza se abrió para aquellas personas que aguardan por un órgano. Tal como lo había anunciado el propio presidente de la República, Mario Abdo Benítez, quien impulsó de manera decidida la misma, el Poder Ejecutivo anunció ayer que promulgó la denominada Ley Anita que modifica artículos de la Ley Nº 1.246/1998 “De trasplantes de órganos y tejidos anatómicos humanos”. En virtud de esta nueva ley, todos los paraguayos desde los 18 años de edad serán donantes, salvo que dejen una expresa constancia de que no deseen serlo.

Lo que pretende esta normativa es corregir en cierta forma el trámite que acarrea el engorroso y complejo proceso para la extirpación de los órganos. Hasta antes de la promulgación de la Ley Anita, la legislación otorgaba facultades al familiar más cercano (esposo/a, madre, padre o hijos, etc.) de autorizar la extracción una vez que se produzca el deceso.

No caben dudas que esta herramienta legal es muy importante para el esquema de salud de nuestro país, puesto que decenas de personas aún esperan por un órgano ya sea para seguir viviendo o para mejorar sus actuales condiciones de vida. Y las cifras, lamentablemente, reflejan la penosa realidad que hay en nuestro país: se requiere al menos que haya 20 donaciones por cada millón de habitantes, pero resulta que la cifra es completamente inferior. Hoy, 245 personas requieren un trasplante. Con la Ley Anita se espera revertir estos números.

Sin embargo, el trámite es aún engorroso, puesto que si bien se reconocen las bondades de esta legislación, aún se debe afianzar una serie de elementos que tienen que ver con la respuesta del Estado para preservar aquellos órganos y tejidos. Hoy, nobleza obliga, los hospitales públicos y más aún aquellos cinco nosocomios de referencia (como el San Jorge, entre otros) deben tener una importante inversión no solo en infraestructura, sino también en la capacitación de más profesionales en ablación, así como optimizar y aumentar la logística además del proceso desde la obtención de órganos y la intervención quirúrgica, así como el seguimiento del paciente una vez que haya concluido el trasplante.

No cabe duda, esta ley es sumamente importante puesto que se otorga una enorme esperanza de vida para decenas de personas que hoy (son 245 en lista de espera) o en el futuro requieren o requerirán de un órgano para seguir viviendo.

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