Pensemos –solo por un momento– lo que sucedería si en el marco del desarrollo de disturbios se descubriera en Londres, en París o en Roma que en el recinto de un partido político se están elaborado bombas incendiarias. Pensemos también que en tales ciudades en el mismo momento un grupo de vándalos integrados por jóvenes del mismo partido asaltan, destruyen equipamientos e incendian el edificio del Congreso.

Es muy probable que dos meses después los actores morales y fácticos de los hechos ya estarían en manos de la justicia, con enorme escándalo y angustia ciudadana por la quema de un edificio símbolo de la democracia (buena o mala) como es el Congreso de la República.

Según el manual que lee Efraín Alegre y los sectores libretados por su doctrina eso no es así, ya que, según se desprende de su actitud, tendríamos que considerar héroes y rendir loas a todos los que ingresaron al local del Congreso, a robar sus equipamientos, a destruirlos y quemar sus muebles y diversas instalaciones.

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Es peligrosa para la democracia la actitud de estas personas que defienden la violencia y el vandalismo como fórmula de resolución de las disputas políticas. Con este mismo criterio de Alegre y sus amigos, los campesinos disgustados por una negativa a la condonación de deudas tienen el derecho "a rebelarse" y asaltar supermercados y robar mercaderías y salir por las calles con electrodomésticos y otros enseres fruto de su caza delictiva.

De acuerdo al criterio de Efraín Alegre se debe consagrar como héroes nacionales a los vándalos que produjeron las bombas incendiarias y el pillaje e incendio del Congreso, con lo cual tendríamos muy pronto en la calle a una legión de personas armadas con cadenas y molotov, destruyendo vidrieras, asaltando restaurantes y rompiendo vehículos solo porque no están de acuerdo con una u otra medida del Gobierno.

Alegre y sus amigos representan una forma caníbal y prehistórica de hacer política mediante la que se pretende confundir el derecho a la rebelión con el caos y la pelea callejera y de pandillas.

Afortunadamente la sociedad civil no atribuye seriedad alguna a esta forma de construir política, razón por la cual la situación de popularidad de Alegre sigue en baja pese a sus enormes despliegues y la generosa aparición en los espacios de televisión.

Sucede que en el fondo la sociedad Paraguaya está cansada de violencia y violentos. Por década ha experimentado el dolor del enfrentamiento entre hermanos a causa de la política y hoy ya exige el reemplazo de tales métodos por otra política.

El accionar salvaje y violento de la política, la convocatoria a usar la violencia como reemplazo del diálogo político, ya ha provocado numerosas muertes, y es hora de despojarnos de esa manera vil de gestionar la relación entre la política y los ciudadanos; principalmente porque nunca son los dirigentes los que entregan sus vidas por estas causas, sino –siempre– referentes movilizados para ser mártires de cada ocasión.

Por otra parte, es deleznable que se utilice tanto la violencia como la muerte de personas como pedestal para la proyección política de algunos y probablemente sea eso lo que la ciudadanía va castigando con sus preferencias por los outsider, dando sus espaldas a la "política-carancho" que se nutre del dolor y la incertidumbre.

Es de esperar que los jóvenes del Paraguay que afortunadamente son mayoría y van comprometiéndose cada vez más con la política ayuden a fumigar a las rémoras de la vieja política y se encaminen hacia una República verdaderamente basada en el debate pacífico, lejos de la violencia.

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