Mañana se recuerda el Día del Maestro, una fecha que debería ser importante no solo en el calendario escolar sino también en la consideración de la sociedad, atendiendo al papel crucial que desempeñan estos trabajadores. Los acelerados y asombrosos avances tecnológicos de las últimas décadas –la informática, el desarrollo de los contenidos audiovisuales, internet– no han logrado desalojar al maestro del papel protagónico que le corresponde en el proceso de aprendizaje en nuestra sociedad.
Ni las computadoras más modernas ni cualquier tutoría "en línea" puede reemplazar la mano paciente y la guía personal del docente. Su voz y orientación siguen siendo definitivamente necesarias para que los modelos educativos alcancen las metas que se proponen. Pero estas cualidades imponen a los maestros responsabilidades concomitantes.
La labor al frente del aula, el trabajo con los niños y jóvenes, la misión de transmitir información y valores éticos a las nuevas generaciones no son un trabajo como otro cualquiera, como el que pudiera hacer un oficinista o un funcionario común. La tarea del docente es singular, única. No se trata desde luego de afirmar aquí que el ejercicio de la docencia es un apostolado, como solía decirse antes. Las personas que optan por este trabajo tan particular –que, ciertamente, reserva tantas satisfacciones a quienes lo llevan adelante– experimentan las mismas necesidades que todos los demás. Sus derechos laborales deben ser respetados y la retribución salarial acorde a la importancia de su función y a la calidad de su labor.
Sin embargo, no cabe duda de que los maestros deben asumir un compromiso moral adicional porque la materia prima de su actividad es la más valiosa de todas cuantas pueda poseer una nación. Literalmente, los maestros son los artesanos del futuro de la nación. Si el porvenir de un país depende de la buena o mala educación que reciben sus niños y jóvenes, entonces una parte fundamental de ese porvenir está en manos de los maestros.
A diario saltan a la vista, para cualquier observador de nuestra realidad, ejemplos de cuán importante es la inversión en educación de calidad. La solución de los problemas de una sociedad cada vez más compleja –el suministro de servicios básicos a la población; el desarrollo de nuevas matrices productivas y energéticas; la incorporación de los adelantos tecnológicos– parte de una misma ineludible condición: es fundamental que el país haga una apuesta radical por la educación. Y en esa apuesta el eje está en los docentes. Esta es la materia fundamental a la que tiene que volcar el Ministerio buena parte de sus recursos y de su energía.
Nada cambiará en la educación paraguaya si no cambia primero en los docentes. Y estos cambios ya no pueden esperar más tiempo. Cada nueva prueba o examen o evaluación a que son sometidos estudiantes o profesores pone en evidencia el pobre nivel de nuestra educación, incluso en las materias más básicas. Si no se corta el círculo vicioso, escuelas y colegios seguirán escenificando una verdadera farsa, simulando que los alumnos aprenden lo que el propio maestro finge conocer.
Desde todos los sectores de la sociedad se ha insistido hasta el hartazgo acerca de la necesidad de transformar la educación paraguaya. Todas estas posiciones y propuestas tienen como mínimo un factor en común: es indispensable forjar nuevas generaciones de docentes que se encuentren realmente en condiciones de transmitir conocimiento, de guiar la búsqueda e investigaciones de los estudiantes y de estimular la curiosidad intelectual de niños y jóvenes. Sin este elemento no servirán de mucho computadoras y kits escolares, ni aulas nuevas ni modernos programas curriculares. El maestro es la pieza clave de un engranaje que debe contemplar también, desde luego, todo lo anteriormente nombrado.