EL PODER DE LA CONCIENCIA
- Por Alex Noguera
- Periodista
- alex.noguera@nacionmedia.com
Aunque en este siglo XXI de TikTok e internet suene a títulos masificados de Generación Alfa, en otros tiempos, cuando la antigua Roma recordaba alguna vez el paso por la monarquía, luego por la República y acabado en Imperio, su madre había decidido bautizarlo como Numa Pompilio, porque creía que ese nombre impondría respeto.
De niño contaba que con la muerte de Rómulo –el primer rey de Roma– su sucesor Numa Pompilio llegó a reinar durante nada menos que 43 años. Era todo un logro, así que, ante semejante trayectoria y renombre, con el tiempo el apodo le pareció demasiado fuerte, por lo que finalmente, de cariño, terminó en Tindi, con i latina como corresponde, no con “y griega” ni Tindy del inglés. Solo Tindi.
Corría la década de los años 70cuando un grupo de respetables amigos –incluido Tindi– debatía en la culta ciudad de Maciel, Caazapá, el tema principal del destacado científico Pedro Ciancio. Unos analizaban acerca del cultivo del algodón, otros pregonaban sobre una visión mucho más amplia de lo que podría representar el futuro de la soja.
Fue entonces cuando uno de los protagonistas, tal vez con algunos tragos de más o llevados por la fantasía, recordó la anécdota de los sapos. Según la historia, el Dr. Ciancio era un investigador nato, que en una época mostró interés en descubrir la cura del cáncer.
Para la experimentación sería necesaria una buena cantidad de sapos, por lo que sus allegados pidieron que compraran una buena cantidad de anuros. Naturalmente, la noticia del erudito corrió como reguero de pólvora y desde todos los rincones comenzaron a juntar sapos, ranas, renacuajos y hasta lagartijas si podían saltar. Primero los traían en bolsas, luego en carretillas y finalmente los vagones del tren llegaban desde todas partes, repletos de sapos.
A ese ritmo, en pocas semanas ya no había más sapos en el país, pero los anfibios seguían llegando de a miles, al punto que el científico tuvo que desistir en continuar con sus trabajos curativos. Así, de la noche a la mañana, el hombre de ciencia dio por terminados sus trabajos y liberó a todos los animalitos que tenía en su galpón y un ejército de sapos comenzó a saltar alegremente por calles y casas, pozos y lagunas circundantes y recorrer libremente por toda la región.
Cuentan que en Maciel hubo un momento en que no cabía lugar donde una persona pudiera poner un pie sin pisar los sapos y durante muchos meses la plaga de anfibios inundó la ciudad hasta que lentamente fue desapareciendo.
Entre risas, esa primera anécdota dio paso a la siguiente, parecida, como cuando una delegación de Inglaterra se interesó en importar naranjas desde Paraguay. Hay que entender que por entonces las plantaciones no eran industriales, sino que existía un número incontable de plantas que servían como producción local.
Y así, como en el caso de los sapos, nuevamente los afanosos campesinos, con jubiloso frenesí, llegaron a juntar todos los vagones de naranjas que fueron capaces y las enviaron para que apreciaran la dulzura de semejantes frutas.
Refieren que el gobierno de Su Majestad se mostró tan complacido por la calidad de las naranjas paraguayas, que inmediatamente solicitó un contrato millonario durante al menos cinco años para garantizar el envío.
La tarea de juntar todas las naranjas de la región fue tremendamente exitosa, pero pronto se dieron cuenta de que ya no quedaban más naranjas en ninguno de los departamentos de los alrededores. Ni para hacer jugo. Y todo el entusiasmo inicial quedó en la nada porque no hubo planificación, ni siembra, ni futuro. La gran industria había acabado sin siquiera haber comenzado.
Anécdotas como estas aún circulan en la memoria del viejo Tindi, aunque la vida hoy solo sea un lejano recuerdo del pasado.
Hace décadas nombres como los del Dr. Ciancio o Numa Pompilio en los círculos sociales ya debatían proyectos que pudieran ser viables para mejorar la vida de los paraguayos. Bien o mal, con errores o con gracia, los hombres de esa época se esforzaban para que los compatriotas tuvieran mejores horizontes.
Con esa intención de buenos deseos, sin embargo, ¿se preguntaría una eminencia como el Dr. Ciancio por qué un paraguayo hoy ya no puede comprar un kilo de carne de primera? ¿Por qué cada vez más mercados se abren y favorecen el precio internacional, pero a los padres no les alcanza para que sus hijos coman caldo de huesos?
Como los sapos de antaño o las naranjas de Inglaterra, los cálculos de hoy continúan hacia el libre mercado, a la fluctuación del dólar, a un juego de inflación en el que siempre pierde el ciudadano. Y las explicaciones técnicas son valederas, pero no sirven. No hay carne decente, tampoco verdaderas leyes que protejan al ciudadano con hambre. Al final, los platos quedan tan vacíos como la dignidad.