DESDE MI MUNDO

  • Por Mariano Nin
  • marianonin@gmail.com

Mientras escribo estas líneas asumo como que camino hacia el paredón, pero tengo el deber de hablar de esto, aunque solo sea para expresar lo que siento aunque vaya contra la corriente.

Hay algo profundamente sucio en cómo reaccionamos cuando creemos tener la razón. Nos crece una autoridad moral tan falsa como veloz, una espada tan afilada que no perdona y un dedo acusador que no tiembla ni pregunta.

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Así le fue a la enemiga del momento. No voy a decir su nombre, porque en el fondo podría ser cualquier persona. No la defiendo, aunque conozco de primera todo lo que sucedió. Fue una broma desafortunada, capturada por quienes estaban ansiosos de encontrar un culpable, de cualquier cosa.

Ojo: no me mueve el deseo de justificarla. El humor no debe herir y si hiere ya no es humor. No es simpático ni agradable. Pero me alarma, me asquea, la rapidez con la que algunas personas se convierten en tribunal, juez y verdugo.

La mataron incluso antes de que reflexione sobre su error. Como sucede siempre. La destrozaron en las redes. Le pidieron que se suicide, que desaparezca, incluso la amenazaron con inusual violencia. Escarbaron en sus redes como carroñeros digitales. Sacaron cosas privadas, situaciones familiares, datos personales. Todo sirvió para alimentar el fuego de una indignación que duró lo que dura un clic.

Y ahí está el centro de esta miseria contemporánea: la indignación fácil. La indignación sin reflexión. La indignación que no construye nada, que no busca justicia, sino castigo. Esa que brota cuando es seguro estar en contra. Cuando no hay que arriesgarse a pensar, ni detenerse a preguntar.

Y claro, mejor si es mujer. Siempre es más fácil subir al patíbulo. Más cómodo repetir lo que otros ya habían condenado.

Es curioso, o más bien trágico, cómo las redes sociales se convirtieron en un coliseo moderno, donde aplaudimos linchamientos y llamamos “justicia” a la venganza.

Y siempre con la misma hipocresía: esa que se viste de moral los lunes, pero que calla ante verdaderas situaciones que deberían ocuparnos los viernes. Esa que escoge sus causas como si fueran filtros de Instagram: lo que me queda bien, lo comparto. Lo que me incomoda, lo paso por alto.

Todo empezó con una broma. Y terminó con una carnicería. A ella no la defendieron muchos. Quizá porque no es rentable defender a quien ya está en el piso. Quizá porque, en el fondo, todos temen que un día les toque a ellos. Y cuando eso pase, porque va a pasar, nadie va a recordar el contexto.

La cámara capturó un instante. Nosotros hicimos el resto. Y lo hicimos peor que el chiste.

Porque no hay broma, por torpe que sea, que justifique el odio con el que a veces reaccionamos. No hay frase equivocada que merezca ser respondida con violencia, amenazas y escarnio. La indignación no nos da derecho a convertirnos en aquello que decimos combatir. Y lo hizo la mayoría.

Hasta esos periodistas criteriosos, portadores de la verdad, detonadores de la miseria humana, asquerosos oportunistas. Después vienen los silencios. Las puertas cerradas. Las etiquetas que no se despegan nunca. Y nadie se hace cargo.

Tal vez la próxima vez podamos detenernos un segundo antes de lanzar la piedra. Preguntarnos si estamos juzgando lo que ocurrió… o solo aprovechando la oportunidad de sentirnos mejores.

Porque a veces, lo verdaderamente cruel no es lo que se dijo. Es lo que vino después. Y si no podemos perdonar, al menos aprendamos a callar antes de destruir. Pero esa, es otra historia.

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