• Pepa Kostianovsky

Me gustaría que su respuesta ofreciera una sola imagen, casi fotográfica. Sin luces ni sombras, sin excusas ni con­siderandos, sin pretextos ni peros, sin condicionamien­tos ni hipótesis. Sin remover el avispero, sin echar cul­pas, sin agujeros ni remien­dos. Sin populismos ni falsos optimismos.

Le haría una sola pregunta, y le daría un ratito para que resuma su respuesta –repito– breve y consistente.

Y ya advertido de lo que le estaría pidiendo, sentados frente a frente, quizás des­pués de una charla cordial y franca, poniendo todas mis cartas sobre la mesa. Y sabiendo que él se siente cómodo, seguro, respetado. Y que está hablando con una vieja periodista. Alguien que ha tenido –llamémosle privi­legio– de conocer, leer, escri­bir, enfrentar prácticamente toda la historia del Paraguay contemporáneo.

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Alguien que ha hablado y reportado a unos y otros pro­tagonistas políticos de este medio siglo. Una de las pocas que quedamos en este oficio, que supo ser casi de barrica­das. Que en su momento llegó a enfrentar no solo al tirano y sus esbirros, sino también a quienes tomaron el timón con buenas o malas intencio­nes, ya en los benditos tiem­pos democráticos.

Sí, dije benditos, aunque no creo en bendiciones ni maldi­ciones. Pero no se me ocurre otra palabra. Preciosos, qui­zás, en su sentido más abso­luto. Porque yo conozco –en carne propia– los rigores y el dolor de las malditas dicta­duras. Yo sé lo que es “estar prohibida”.

Pero también sé lo que es ser ferozmente crítica en tiem­pos de democracia.

Con toda esa historia, que más que de valentía habrá sido, quizás, de coraje, repito: soy una de las pocas que aún andamos zumbando por el ambiente. Creo que tengo las credenciales necesarias para preguntarle, amable y con fir­meza, al joven Santiago Peña:

–Presidente, ¿cuál es su obje­tivo en esta gestión de cinco años?

Y me gustaría que me res­pondiera con el cora­zón en la mano.

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