EL PODER DE LA CONCIENCIA

  • Por Alex Noguera
  • Periodista
  • alex.noguera@nacionmedia.com

Cuentan que un día, el padre de un adolescente, cansado de ver a su hijo jugando con la computadora le exigió que comenzara a producir. Le dijo que no podía estar todo el día en la casa comiendo, sin estudiar y gastando sin siquiera procurar un trabajo.

El muchacho recurrió a su abogado más fiel, su madre. Sin embargo, esta le contestó que su padre tenía razón y que tenía que comenzar a trabajar. Pero como el muchacho no sabía ningún oficio, la mujer le planteó que para comenzar “a calentar motores” la ayudara en atender el pequeño almacén que tenían frente a su vivienda.

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De mala gana, el joven aceptó, porque en el fondo él esperaba que “alguien” descubriera sus dotes y le ofreciera un trabajo sencillo en el que pudiera ganar fácilmente mucho dinero. Con esa intención –más subconsciente que real– se pasaba las madrugadas viendo TikTok “estudiando los reels” y analizando posibles contenidos que él pudiera hacer, aunque ni sabía cómo editar un audiovisual.

No le gustaba ser empleadito, pero les demostraría que él era muy capaz. Así que llegada la hora acordada se presentó ante su jefa-madre y ella muy feliz le expresó que ahora él estaría a cargo del negocio. Sintió alegría y miedo.

Estando solo, después de unos 20 minutos apareció el primer cliente. Pidió una cerveza, pagó y se marchó; luego entró otro y otro y otro. Todo bien. Les decía cuánto era, recibía plata, restaba con la calculadora y daba el vuelto. Muy sencillo era, así que pronto tomó confianza y se sintió a sus anchas. Trabajar era divertido después de todo.

Peeero… cuando atendió a una señora todo cambió. Ella tomó varios artículos, los puso sobre el mostrador. El muchacho, ágil con el teclado, comenzó a sumar con la calculadora. “Todo alcanza 420”, informó el joven seguro de su resultado.

Para facilitarle las cosas al chico, con una sonrisa la mujer le pasó un billete de 500 y otro de 20, esperando un vuelto de 100. La cara de desconcierto del muchacho fue épica. ¿Qué hacía esta clienta?, se preguntó.

Pero fiel a su consigna de que él era autosuficiente y capaz de resolver cualquier problema, se enfocó en la calculadora, un aparato obsoleto que carecía de inteligencia artificial que le diera respuestas “al toque”.

Apretó los botones. El resultado no lo convenció. Borró todo y comenzó a calcular de nuevo. Pensó. Se rascó la cabeza y comenzó de nuevo. Durante 10 minutos estuvo haciendo sus cálculos mientras la señora lo miraba con cara, primero de sorpresa y luego de preocupación… hasta que el muchacho dijo: “Ya está. Faltan 100”, con una sonrisa de satisfacción.

La mujer también sonrió, creyendo que era una broma, pero luego entendió que efectivamente el nivel de esta juventud era ese. “Pobre”, pensó y con paciencia le explicó su error al joven. Luego de arreglar cuentas, salió.

Más tarde entró un hombre con una bolsa de azúcar que era de contrabando. Le ofreció al chico darle a mitad de precio toda la bolsa, pero que tenía que apresurarse porque no quería que las autoridades lo descubrieran. El muchacho, sagaz como un rayo, y de pensamiento acorde a una tortuga aceptó el trato. Por supuesto, le costó casi todo el efectivo que tenía en caja, pero sonreía orgulloso pensando en las felicitaciones que recibiría por haber comprado 500 kilos de azúcar a mitad de precio. ¡Toda una ganga!

Cuando regresó la madre, la recibió con la frase: “¡Mirá que barato!” y le contó sobre su compra. Ella, a punto de llorar, le preguntó: ¿Cuándo viste que una bolsa pueda contener 500 kilos? Cuanto mucho su capacidad es de 50 kilos, le informó mientras se apretaba la cabeza con las manos. Los ojos del muchacho se abrieron como dos huevos fritos. Había sido estafado.

Parte de esta historia es verídica. La otra también. Y representa el colapso mental de la juventud de hoy, adicta a las pantallas y a la inteligencia artificial, y cuyos cerebros se mantienen atrapados viendo videos en lugar de participar de la realidad y hacer “ejercicios” al aire libre.

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