• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Ezequiel González Alsina (*) desmenuza el penúltimo párrafo del Programa-Manifiesto del 11 de setiembre de 1887, que textualmente expresa: “Asegurar las conquistas del progreso, a que felizmente ha cooperado nuestro partido con decidida constancia y fe en el porvenir, promoviendo todas aquellas medidas que favorezcan al comercio, la agricultura y la inmigración; el planteamiento de nuevas industrias, la construcción de ferrocarriles y telégrafos, el mejoramiento de nuestra campaña por medio de leyes sabias y protectoras; y, finalmente, toda reforma que tienda a operar un cambio benéfico en nuestra situación económica y en el bienestar moral y material del pueblo, serán los objetos preferentes de nuestros trabajos, emprendidos ya con tan buen éxito en obsequio a los intereses públicos y dispuestos ahora más que nunca a proseguirlos con incontrastable voluntad”.

“Aquí no falta nada”, remacha González Alsina. Destaca la precisión de cada frase para anticiparse a la moderna concepción del desarrollo, que abarca “desde la integración física del territorio nacional hasta las reformas y los cambios para acelerar el crecimiento económico, para promover el progreso social en los sectores menos favorecidos por la fortuna, y para difundir el bienestar moral y material en toda la población”.

En el polo opuesto del liberalismo –añade– se proponen para el Estado actividades básicas como “el planteamiento de nuevas industrias” y “la construcción de ferrocarriles y telégrafos”, tal como ya se hiciera en el pasado “con tan buen éxito en obsequio a los intereses públicos”.

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El Programa de 1887 es claro, sencillo y preciso. Comunica su contenido con las reglas imprescindibles de la buena redacción. No deja resquicio para introducir acotaciones que puedan desvirtuar su espíritu. Muchos lo han intentado, amparándose en versiones populares, que otras iguales se encargan de desmentir. En esa controversia, sale a relucir la letra inobjetable de este documento que sintetiza la esencia doctrinaria del Partido Nacional Republicano.

Donde el autor que venimos mencionando clava toda su sagacidad interpretativa es en el párrafo que condiciona “el mejoramiento de nuestra campaña por medio de leyes sabias y protectoras”. Es la preocupación más evidente “por la suerte del pueblo –‘nuestra campaña’– para la defensa de cuyos intereses las leyes no deben ser solamente sabias, sino también protectoras”.

“Los valores de la igualdad y la justicia social ya no son meramente cuantitativos, sino eminentemente cualitativos, y la protección no se menciona allí como un privilegio sino como una defensa para la parte más débil, considerando sus componentes individuales, pero la más fuerte, la más importante y trascendente en la dimensión humana de la sociedad y en la dimensión política de la nación. Es la idea de la justicia social, cuyo enunciado aparecería más tarde en sus términos actuales; y es, también, la idea del bien común que, para explicarse con los más modernos criterios en boga, no puede alejarse mucho del manifiesto colorado de 1887”.

Está todo diáfanamente dicho. Como la luz del mediodía. Demostrado queda que el supuesto origen liberal del Partido Nacional Republicano no supera la categoría de mito. Lo confirman pensadores del coloradismo que estaban en extremos que ni se tocaban, como lo explicábamos en el artículo anterior. Pero acuerdan ambos (González Alsina y Epifanio Méndez Fleitas), más allá de las posiciones políticas que los enfrentan, que, desde su formación, la Asociación Nacional Republicana, ideológicamente, siempre se ha distanciado del individualismo liberal y el Estado mínimo.

Estos artículos que venimos publicando no tienen el ánimo de la rectificación histórica. Para la literatura y el discurso políticos, el Manifiesto seguirá siendo tal, aunque haya nacido como Programa del Partido Nacional Republicano. Donde sí se impone una corrección es respecto a la Declaración de Principios, de inobjetable trascendencia por su reafirmación ideológica, que en los últimos años apareció como preámbulo del Estatuto Partidario, un sacrilegio atribuido a manos anónimas.

Aprobada en la Convención del 23 de febrero de 1947, desarrollada en el Teatro Municipal, la Declaración de Principios parte “incuestionablemente de las ideas vertebrales sustentadas en las doctrinas y en el Programa del Partido (**). Por ello, no solo confirma que es una “nucleación de hombres libres”, sino que ratifica también que “busca promover el bienestar del pueblo paraguayo sobre la base de la igualdad, la justicia y la soberanía popular, manifestada en la forma republicana, democrática y representativa de gobierno”. Seguiremos. Buen provecho.

(*) González Alsina, Ezequiel. “Bernardino Caballero, el Manifiesto de 1887 y su proyección doctrinaria”. Conferencia pronunciada en la Junta de Gobierno, el 15 de marzo de 1972. Editado por el Instituto Colorado de Cultura. Asunción, 1972.

(**) Petit, Roberto L. La Justificación del Coloradismo en el poder y otros escritos. ASR Editor, Asunción, 2013.

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