Es incuestionable que en algunas empresas, a pesar de que estamos en pleno siglo XXI, se siguen obser­vando diferenciaciones conformadas por amiguismos y favoritismos.

El primero de ellos en un porcentaje supe­rior que incluyen los amigos y aduladores del jefe, y en menor porcentaje lo conforma el otro grupo que son los que no se callan, desafían y cuestionan el statu quo.

Lo único bueno que podemos decir de un sistema que no valora el mérito es que, al final, acaba por autodestruirse. Cae por su propio peso o debe modificarse.

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Los resultados no son lo suficientemente buenos para sostener la empresa.

Por suerte los casos de “abusos en la dife­renciación” pueden evitarse mediante un sistema de rendimiento sincero y claro, con expectativas, objetivos y plazos definidos, así como con un programa de evaluaciones coherente.

Cuando la diferenciación funciona, las per­sonas saben cuál es su lugar. Saben si tienen probabilidades de progresar o si es preferible que empiecen a buscar otras oportunidades, dentro o fuera de la empresa.

Por lo general, como sistema de gestión, no valora a las personas que aportan al nego­cio aspectos intangibles como “sensación de familia”, “humanidad” o “historia”.

Siempre se siguen dando casos en que organi­zaciones continúan empleando a malos tra­bajadores porque son personas encantadoras.

No obstante, protegerlos siempre se vuelve en contra de todas las partes implicadas. En primer lugar, al no cumplir con sus respon­sabilidades, el mal trabajador provoca que haya menos para repartir entre los demás, lo que causa resentimiento.

Tampoco es justo, y la injusticia nunca ayuda a que una compañía triunfe: socava en exceso la confianza y la sinceridad.

Se las mantiene durante años en la empresa, mientras sus compañeros miran hacia otro lado.

En las evaluaciones se les dice vagamente que lo hacen “bien” y se les agradece su con­tribución.

Entonces se produce un cambio desfavorable de coyuntura y es necesario hacer despidos.

Los trabajadores de bajo rendimiento son con frecuencia los primeros en irse y siempre resultan los más sorprendidos, pues nunca se les ha hablado con sinceridad de sus resul­tados o de su falta de resultados.

Por muy severa que parezca en un principio, la diferenciación evita la tragedia porque se basa en medidas de rendimientos reales.

Hace que las personas se enfrenten entre sí y socavan el trabajo en equipo.

En los negocios, se armaría un gran revuelo si las compañías empezasen a publicar los salarios de todos los empleados, por ejemplo.

No obstante, la gente siempre parecería saber lo que ganan sus compañeros. Es por eso que algunos se molestan cuando todos los miembros del equipo ganan lo mismo, si solo unos pocos han hecho el trabajo.

Se sienten enfadados y se preguntan por qué la dirección no ve lo evidente que no todos los miembros del equipo fueron creados iguales.

La diferenciación recompensa a aquellos miembros del equipo que los merecen; lo que, por cierto, solo molesta a los que no rin­den en el trabajo (al resto de los empleados les parece justo).

Asimismo, un ambiente de equidad fomenta el trabajo en equipo y, aún mejor, motiva a las personas para que lo den todo, que es lo que se pretende.

La diferenciación está bien para un porcen­taje minoritario de la plantilla de personal porque saben adónde van. Sin embargo, es desalentador para la gran mayoría muchas veces, que acaba viviendo en una especie de limbo muy desagradable.

La conclusión que uno saca ante todas estas situaciones es que los ejecutivos de nues­tras empresas deben evaluar al personal con más detenimiento de lo habitual, proporcio­nando una retroalimentación más fluida y sincera con lo cual se podrán alcanzar obje­tivos y metas mucho más sostenibles y sus­tentables en el tiempo.

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