DESDE MI MUNDO

  • Por Carlos Mariano Nin
  • Columnista
  • marianonin@gmail.com

Uno puede mirar el mapa del mundo y pasar por alto esa pequeña isla que cuelga del sudeste asiático como un suspiro entre las tormentas geopolíticas.

Y, sin embargo, si se detiene, si la observa con la atención que merece lo esencial, va a descubrir que Taiwán no es una isla: es un corazón. Un corazón que late por todos nosotros.

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¿Qué sería del mundo sin Taiwán?

Es una pregunta que casi nadie se hace... hasta que deja de funcionar un celular, se retrasa una cirugía de alta precisión, o se paraliza una fábrica de aviones. Porque es allí, en ese rincón rodeado de tensiones, donde nacen los microprocesadores que alimentan el pulso del siglo XXI.

Allí se fabrican chips más delgados que un cabello, más potentes que una legión de máquinas, invisibles a los ojos, pero vitales para la vida moderna.

En cada teléfono que vibra, en cada resonador magnético que detecta un tumor, en cada avión que surca los cielos con precisión quirúrgica, hay una partícula de Taiwán.

No es una metáfora: es una verdad técnica, económica y humana.

Esta pequeña isla produce cerca del 60 % de los semiconductores del planeta y un 90 % de los más avanzados.

Y, sin embargo, mientras el mundo depende de ella, Taiwán vive con el aliento de gigantes sobre su cuello. Es admirable y paradójico cómo una sociedad democrática, con elecciones vibrantes, universidades brillantes y cultura resiliente, logró construir una fortaleza de silicio en medio de las amenazas más delicadas.

Quizás porque entienden, como pocos, que el progreso no se mendiga: se construye con visión, disciplina y con una inmensa vocación de futuro.

Lo fascinante es que Taiwán no solo produce chips. También exporta esperanza.

En la pandemia fue ejemplo en gestión sanitaria. En salud, fabrica instrumentos vitales para cirugías mínimamente invasivas. En aviación, provee partes que vuelan más lejos y más seguras. Y en cada sector, hay algo más que eficiencia: hay compromiso.

Pero lo más impresionante, quizás, es su papel silencioso en el amanecer de la inteligencia artificial. Cada algoritmo que predice un diagnóstico, que organiza un tráfico caótico o que aprende a traducir sentimientos en códigos, depende de esa arquitectura diminuta que brota de sus fábricas.

Y es que Taiwán es la fábrica sobre la que se construye la conciencia digital del mundo. Y precisamente estos días Paraguay y Taiwán cumplen 68 años de relaciones diplomáticas.

No son solo casi siete décadas de cooperación: son 68 años de confianza, de caminos compartidos y de decisiones que no se toman por interés, sino por convicción.

Porque cuando la mayoría da la espalda por conveniencia, hay quienes, como Paraguay, que eligen quedarse al lado de los que no gritan, pero construyen.

Es probable que la historia recuerde a las grandes potencias por sus guerras, sus tratados o sus discursos. Pero los pueblos como Taiwán, que no se imponen con armas, sino con innovación, que no gritan pero transforman, que no buscan dominar, sino conectar... esos son los que realmente escriben el futuro.

Porque en un mundo donde la inteligencia artificial se avecina como un nuevo lenguaje de la humanidad, el verdadero milagro no estará en las máquinas que piensan, sino en las personas que aún las hacen posibles.

Pero esa es otra historia.

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