DESDE MI MUNDO
- Por Carlos Mariano Nin
- Columnista
- marianonin@gmail.com
Había una atmósfera inalterable en el cielo de Irán hasta el 13 de junio de 2025.
Esa noche, el aire se rompió.
Israel lanzó la operación Rising Lion: más de 200 aviones atacaron decenas de sitios clave, nucleares, militares, de alta tecnología en varias ciudades, para, según dijeron, frenar definitivamente las aspiraciones atómicas de Irán.
Horas más tarde, vino la respuesta iraní. La operación Promesa Verdadera III marcó una escalada inédita: cientos de misiles y drones cruzaron el cielo hacia Israel esa misma madrugada.
Desde entonces, la guerra no cesa.
En Oriente Medio el tiempo no corre: estalla. Las horas no transcurren: revientan. Y en ese estrépito constante, la línea entre víctima y victimario se vuelve difusa, invisible.
Te voy a contar dos historias ficticias, pero que presumo verdaderas, con personas que quizás no se llamen así, pero que existen y se multiplican.
Historias del otro lado de las bombas…
La madre de Eli se llama Yael. Vive en las afueras de Tel Aviv, en una casa sencilla con jardín de olivos, de esos que ya estaban allí antes que el conflicto, antes incluso que ella naciera.
En las últimas noches, duerme con los zapatos puestos. No por costumbre, sino por urgencia. Por si suena la alarma.
Por si tiene que correr otra vez al refugio con su nieta dormida en brazos.
Al otro lado, Fariba se acuesta con el mismo miedo. Vive en Irán, en un barrio de Isfahán, donde las cortinas se cierran temprano y los celulares apenas funcionan. Tiene un hijo, Ali, que ya no va a la escuela desde que comenzaron los ataques.
Yael no odia a Irán. Fariba tampoco odia a Israel.
Aunque en la televisión solo se muestra destrucción, ellas quieren entender por qué tanta historia se amontona en tan poco espacio y con tanto ruido.
Ambas madres rezan.
Una lo hace en hebreo, otra en farsi. Pero si uno escucha con atención, las plegarias suenan parecidas: que no caigan más bombas, que los hijos vuelvan a reír sin miedo, que la noche no sea un enemigo más.
La guerra es, casi siempre, una decisión de hombres que nunca corren al refugio. De generales que no conocen el nombre de los niños que tiemblan al escuchar el rugido del cielo. Siempre se trata de niños.
Hay días en que me cuesta entender qué propósito tiene todo esto. La humanidad pasó por mil guerras y aún no aprendimos el precio del dolor.
Y entonces pienso en Yael. En Fariba. En la hija que duerme abrazada a un peluche, en el hijo que aprendió a distinguir un dron por el sonido.
Pienso en ellas, que no se conocen, pero podrían abrazarse y llorar por lo mismo. Porque en esta parte del mundo marcada por la fe, la sangre y la memoria, cada muerto parece ser semilla para otro entierro, como una interminable cadena de odio.
Pero, tal vez, algún día, cuando los misiles callen, cuando los hombres entiendan que las guerras no son el camino, ellas se encuentren. Y no hablen de la guerra. Hablen de sus hijos, de los miedos, de las recetas de pan que aprendieron de sus abuelas.
Ese día, quizás, empiece la paz.
Pero esa, es otra historia.