- Por Ariel Ruíz Díaz
- Lic. en Comunicación y consultor en accesibilidad
No entiendo ni cómo ni porqué, pero hace unos meses sentí en el corazón un deseo que parecía irracional: quería correr con Camila Pirelli. Fue como una pequeña chispa que Dios encendió en medio de mis rutinas, de mis luchas, de mis inseguridades. Porque cuando uno vive con discapacidad, los sueños a veces duelen más de lo que inspiran.
Y como en muchas otras decisiones de mi vida, aparecieron dos voces: la que me empujaba a intentarlo, y la que me decía que no valía la pena, que me quedara en silencio.
Pero esta vez, no fui yo solo. Siento que fue Dios quien habló más fuerte. Me dio esa gracia misteriosa que el papa Francisco tantas veces menciona: el coraje suave, humilde pero firme, que nace de la fe.
Y ganó el Ariel valiente. El Ariel que, con miedo, decidió escribirle. Y lo hice. Temblando, dudando, pero lo hice. Hasta que, finalmente, logramos correr juntos.
El objetivo nunca fue la velocidad. No se trataba de marcas ni cronómetros. Era otra cosa: compartir un momento distinto, donde el mundo del deporte y la inclusión se miren de frente, se abracen y aprendan a convivir.
Gracias, Camila, por tu predisposición, tu calidez, tu generosidad. Pero sobre todo, gracias a ese Ariel que se animó. Porque, por primera vez en mucho tiempo, siento orgullo. Orgullo de haber dado este paso con ella. Sin intermediarios, sin que nadie hable por mí. Lo logré enfrentando mis miedos, lo logré siendo yo.
Estoy convencido de que este es el comienzo de un nuevo Ariel. Uno que, la próxima vez que corra, lo hará con más fuerza, con más corazón, y con la certeza de que, cuando uno se atreve, el mundo empieza a cambiar.