• Ricardo Rivas
  • Periodista
  • X: @RtrivasRivas

¿Existe lo inexistente? Definitivamente, creo que sí. De lo contrario, ¿cómo sería posible creer en lo que no existe? ¿Pero, aun así, cómo responder para evitar burlas y acusaciones?.

El 22 de noviembre de 1718, murió Edward Teach, un pirata que aterrorizó los mares. En especial, a bordo del Queen Anne’s Revenge (la Venganza de la Reina Ana), que coman­daba implacable asoló, en particular, el océano Atlán­tico y el mar Caribe.

Espantó a los unos y a los otros sin que hasta el momento preciso de compartir esta historia sepa a ciencia cierta, entre aque­llos unos y otros, quiénes eran aquellos a quienes podríamos categorizar como buenos o malos, ya que con demasiada frecuencia dejaban de ser lo uno o lo otro a la hora pira­tear.

Pasa que –allá por el 1700, en el siglo XVIII– andanzas como las de Edward Teach y sus comandados –crue­les, sangrientas, impiado­sas– también podían ser un trabajo legal y legítimo si aquellos tipos, sus protago­nistas y perpetradores eran corsarios.

Practicar el corso –para que quede claro y según la Real Academia Española de la Lengua (RAE)– se lla­maba así a la “campaña que hacían por el mar los buques mercantes con patente de su gobierno para perseguir a los piratas o a las embarcaciones enemigas (aunque) respe­tando las leyes de la guerra”.

¿Cuál era el beneficio de los corsarios y sus tripulacio­nes? La parte del botín de guerra que acordaban con los gobiernos que les otorgaban la “patente de corso”. Nada inusual. Aunque parezca increíble, todavía hoy el Parlamento argentino, de acuerdo con el artículo 75 de la Constitución Nacional, inciso 22, tiene la facultad de conceder patentes de corso.

Edward Teach, el pirata Barbanegra. Fue muerto el 22 de noviembre de 1718. Desde entonces, aseguran que su fantasma recorre por las noches en la isla Ocracoke

Pero, más allá de este dato puntual sobre el que legisla la Argentina, el caso es que Teach, según cuentan la his­toria, la literatura y el cine, siempre fue pirata y nunca estuvo del lado de la ley hasta que fue abatido el 22 de noviembre de 1718 cuando aquella amenaza marítima a la que también se conoció como Barbanegra comenzó a ser leyenda.

Hay quienes contaron a través de los tiempos y hasta nues­tros días que, a su barba, rene­grida y enrulada, a la hora de combatir y previo a los abor­dajes, le agregaba mechas de cañón a las que él mismo encendía para aterrorizar a sus atacados.

Cubierto con un tricornio emplumado, mien­tras profería alaridos con los que amenazaba a las tripula­ciones enemigas, armado de pistolones que portaba en su cintura y dos espadas, arre­metía impiadoso. Hasta hoy, los noctámbulos que habitan la zona de Teach’s Hole, en la isla de Ocracoke, en Carolina del Norte, aseguran que con alguna frecuencia se cruzan con el fantasma de Barbane­gra. Las autoridades con las que consulté sobre ese espí­ritu deambulante negaron su presencia rotundamente.

LA DEL PIRATA SIN CABEZA

Costa Rica también tiene lo suyo. En mayo de 2013 – finalizada una conferen­cia global de un organismo multilateral– me embarqué para navegar por el océano Pacífico. La isla Tortuga – en la provincia de Puntare­nas– era mi destino. Hacer snorkel hasta desembar­car en ella, un deseo cum­plido esperado por mucho tiempo.

Pero el regreso no fue sencillo. Se ponía el sol. La noche avanzaba. Solicité al capitán desembarcar en Tivives, un puerto de pesca­dores encantador. Setenta y seis kilómetros separan aquel territorio insular del villorrio pesquero. Imposible.

Con la costa bien a la vista y sendos vasos de ron ámbar con hielo el capitán Nabil – afrodescendiente hijo, nieto y bisnieto de esclavos etíopes– contó con su voz temblorosa que “esta noche el fantasma del pirata sin cabeza estará alerta en la playa para impe­dir que nadie se acerque al árbol de guanacaste donde escondió su tesoro”.

¿Está seguro, capitán? “Sí. Dud­dee (abuela en lengua etíope) Ayana me contó llorando que así murió ayaat (abuelo) Rufaro, por acercarse a la playa y al árbol del tesoro”.

Acepté. Un día más tarde, por tierra, conocí Tivives. Por esa misma playa, caminé sobre una arena muy fina desde el mismo momento en que el sol superó la línea del horizonte. Respetuosamente aseguro que no me crucé con ningún fantasma.

¿Pero… qué atrac­tivo encierra esa palabra, esa idea, que se repite en la histo­ria de la humanidad? También algunos de sus sinóni­mos. Espectro, aparición, espíritu, visión, aparecido, ánima.

¿Existe lo inexistente? Defi­nitivamente, creo que sí. De lo contrario, ¿cómo sería posi­ble creer en lo que no existe? ¿Pero, aun así, cómo respon­der para evitar burlas y acu­saciones? En la Cierta Histo­ria Incierta anterior aludí al “barco fantasma”. No fueron pocos los mensajes que What­sapp me trajo por ese tema.

Algunos contenidos fueron muy duros, por cierto. Mal que le pese a quien le pese, tengo claro que hasta aquello que no existe consigue ser por la comunicación. Me animo a afirmar que hay fantasmas en todas partes, y en todo tiempo y lugar. De alguna forma creo que lo verifiqué.

De hecho, durante las dos décadas de oficio de perio­dista que practiqué con valio­sos y muy queridos colegas orientales cotidianamente escuché y supe de historias de fantasmas.

La diversidad –siempre– enriquece. Así conocí que, en algunas regiones del Oriente lejano, espíritus y fantasmas son transversales a sus culturas y prácticas milenarias que se sostienen en el tiempo.

ACECHANZAS

En China, “zhong kui” (钟馗), según me explicaron, es un fantasma al que “las familias quieren muchísimo, lo espe­ran, lo invitan para que las acompañe porque las protege contra toda acechanza. Pero –durante una extensa sobre­mesa con billar, karaoke y Moitú, en Ciudad de México, allá por 2005– conocí de la existencia de los “jiangshi” (”姜氏), a los que podríamos llamar vampiros muy pareci­dos al conde Drácula que ima­ginó Bram Stoker.

Pese a ello, esta creencia se verifica desde varios milenios y, culturalmente, se circula a más de 7.000 kilómetros hacia el este de Transilvania (donde residía Vlad Tepes Dracul) y Beijing, capital de la República Popular China (otrora el Imperio de centro); y, si se quiere, a poco más de 8.140 kilómetros de Londres, donde vivió y creó Stoker.

Llamativo, por cierto. Tam­bién supe, por un hombre de negocios japonés que, en el Imperio del sol naciente, la creencia en los fantasmas se conoce desde tiempos muy lejanos y que a través de la interpretación arqueológica las primeras evidencias sobre el tema emergen de los ainus, integrantes de un pueblo ori­ginario la isla Hokkaidō, en la zona septentrional del Japón, aunque también habitaron en la islas Kuriles y existen evi­dencias de la presencia de esa civilización en la isla de Saja­lín, en Rusia.

Notable. Y, justamente por ello, hay quienes sostienen que “los ainus no son una etnia japonesa” porque aque­lla sociedad –desde entonces y hasta nuestros días– tienen y mantienen cultura, lengua y tradiciones propias.

Pero más allá de ello, “oni” y “yurei”, según aquel japonés multimillonario con el que compartí algunos días en el transcurso de un seminario académico en Manhattan, NYC, “son los fantasmas de muchas perso­nas que no murieron bien y, por eso, quieren vengarse y vuelven para mezclarse entre los vivos”.

Se suele decir en Nueva York que “hay ocho millones de historias” en esa ciudad. La de los fantas­mas japoneses es una más. Curioso, sin dudas.

En la tradición judeocris­tiana apariciones y presen­cias tampoco escasean. Si bien como conceptos espec­tro o fantasma no son parte del educare (guiar, criar, orientar) o el educere (hacer que salga lo que somos), sí se los asocia con ángeles y/o demonios. Y, aun así, suele – culturalmente– ser una cues­tión de abierta interpretación personal y, por tanto, hay quienes rechazan y quienes aceptan a las y los fantas­mas. Algunos rabinos ami­gos coinciden en explicarme –por separado– que en esa fe no hay un acuerdo interpre­tativo sobre si los fantasmas existen o no.

ESPECTROS

La palabra fantasma pro­viene del griego “phan­tasma”, que se vincula con un espectro, una aparición o una presencia. Desde el rigor académico o dogmático –fantasmas, sí; fantasmas, no– no es un debate porque el rigor científico pesa y es valioso que así sea. A pesar de todo, no es tan así en el debate cotidiano que, en este tema, pareciera no tener fin.

Con queridos amigos y ami­gas judíos los temas del más allá, por llamarlos de alguna manera, no suelen ser parte de las conversaciones o –para no consignar irresponsable­mente lo que podría ser una generalización sin funda­mento– no recuerdo haber participado de este tipo de debates nunca.

Aunque reconozco haber escuchado y leído sobre algunas criaturas mitoló­gicas muy poco conocidas y escasamente populares como los shedim, a los que popular­mente hay quienes los llaman demonios. Su existencia en este mundo no es clara. Pero no me referiré a ellos, existan o no.

Siento que lo mío –sin igno­rar ni desconocer lo malo o, más aún, la maldad o el mal mismo– es acercarme para aprender y profundizar en lo bueno, en la bondad o... en el bien mismo. ¡Joder que se hace difícil! ¿Dónde estará el bien? Por ello decido no refe­rirme a Lilith –que muchas y muchos creyentes en la fe judía afirman que nació antes de Eva y que, junto con Adán, engendró a todos los demo­nios existentes–.

Me niego. Más allá de lo dicho res­pecto de mis preferencias por el bien, rechazo pensar y, mucho menos, divulgar que una mujer (real o fantástica) sea significada como la por­tadora misma del mal o que induzca al mal o que –por mujer– sea algo así como el mismísimo mal.

EL GOLEM

Admito que –si de fantasmas judíos se trata– prefiero y me atrae profundamente al que se conoce como el Golem de Praga. Mucho ha hecho para que así sea el querido maestro don Jorge Luis Borges (1899- 1986) y un entrañable amigo rabino que por mi insistencia aceptó explicarme que “es un shedim benigno, por llamarlo de algún modo, que al parecer era de barro y es mencionado en el Sefer Yetzirá (uno de los textos sagrados de la Cábala)”.

El Golem de Praga con el rabino Yehuda ben Betzalel (1525-1609). Protegía a los judíos del antisemitismo y otros males de aquellos años

En el transcurso de aque­lla tertulia apasionante, por cierto, mi buen amigo contó que el famoso rabí Yehuda ben Betzalel Loeb –al que muchos mencionan como el Maharal de Praga y vivió entre el 1525 y el 1609– ase­guraba que el Golem por “sobre todo protegía a los judíos de ataques antisemi­tas y otros peligros propios de aquellos años” y los de hoy. En 2017, recuerdo haber leído esa misma explicación en la internet, consignada en un texto escrito por Aranza Gleason.

Los fantasmas parecen estar en todas partes. Aunque, tal vez, es más correcto y preciso decir y sostener que –como idea– se expande y conso­lida… hasta el punto de haber trocado en oficio, empleo u ocupación. No sé muy bien cómo llamarlo.

THE GHOSTWRITER

Conozco en la Argentina de dos renombra­dos dirigentes políticos que contrataron al que quizás sea uno de los mejores periodis­tas especializados en temas policiales para que escriba un libro sobre la relación entre el tráfico de drogas y el poder, que sin cohibirse presentaron como propio en el transcurso de una jor­nada académica de especia­lización que ofrecieron en la sede de una organización gremial empresaria vincu­lada con el sector medios de comunicación.

Entre los partici­pantes que fuimos a escucharlos estaba –sen­tado a mi lado– el verdadero escritor… el escritor fan­tasma… the ghostwriter quien, cuando la actividad concluyó, reci­bió el diploma que acredita su participación de manos de ese dúo de notables farsantes que firmaron como propio un texto que nunca escribieron. Fantasmas.

Más acá en el tiempo –aunque no tanto– alguna mañana tan neblinosa como otoñal, mientras caminaba descalzo por una extendida playa de arena gruesa mojada por las oscuras aguas del Atlántico Sur, impregnadas de loes patagónico, fue sorpren­dente encontrar a la querida escritora Margarita Celta – realmente una best-seller de alcance mundial– muy abrigada sentada sobre una simple silla de madera ple­gable curtida y desgastada a la vez por la bruma marina mientras leía atentamente un libro.

De a ratos, escribía notas, a la antigua, sobre un cuaderno. Bien a la antigua. Me detuve mirándola fijamente en silen­cio. Con alegría y sorpresa se puso de pie. Colocó la vieja silla plegada sobre su espalda como si fuera una mochila y nos largamos a caminar.

Con preocupación me contó que –por una emergencia econó­mica– aceptó escribir para una muy prestigiosa casa editorial de alcance global tres libros de autoayuda. No me sorprendió por cuanto, alguna vez, fue galar­donada con el premio más relevante que se entrega en Lati­noa­mérica a las y los periodistas que se especializan en salud.

PEROS

Pero siempre suele haber un pero. Ningún plan es per­fecto a la hora de mentir. Por una cuestión de exclusividad laboral que tiene desde un par de décadas con el diario para el que labora en Ingla­terra, aceptó hacer la trilogía propuesta, pero con un seu­dónimo.

Desde ese momento y para ese fin –parafraseando aquel tangazo que en 1919 compuso Celedonio Flores y como ningún otro cantó Edmundo Rivero– mi que­rida amiga escritora, desde ese momento, antes era Mar­garita, ahora es Karl Arroyo Caserío. ¿Ghostwriter?, pregunté sorprendido. Durante un buen rato reímos con ganas.

“Pero tengo un problema, amigo querido. Como los dos libros que ya salieron y se ago­taron son un éxito editorial y de ventas, el diario vasco Kla­riona quiere hacer una entre­vista conmigo”. Volvimos a reír. Nadie debe saber que Margarita Celta –best-se­ller– es Karl Arroyo Case­río. Con más carcajadas nos despedimos.

Supe con el tiempo que la entrevista se hizo. Por mail y con fotos que entregó la edi­torial que justificó ese for­mato para el contacto con la prensa en “la enorme des­confianza que Karl tiene de los medios”. Inexpli­cablemente, el medio aceptó. Los fantasmas, claramente, están en todas partes.

El conde Vlad Tepes, Dracul, el Empalador. En él se inspiró Bram Stoker para escribir su personaje de Drácula

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