En la esquina de Mariscal López y Choferes del Chaco, el semáforo no solo regula el tránsito: también interrumpe la infancia.

Es una realidad cotidiana.

Y allí está Diego. No debe tener más de 10 años. Camina entre los autos con una bolsa de guayabas en una mano y una sonrisa tan inocente como triste.

El uniforme escolar, desteñido y mal abrochado, es el único rastro de lo que debería estar haciendo a esta hora.

—“¿Querés fruta, señor?”— me dice, con una mezcla de esperanza y resignación.

No es un pedido. Es casi una súplica. En su rostro, sus ojitos tristes desnudan una sonrisa quebrada.

Diego no está solo.

El 34,6 % (850.597) de los niños y adolescentes viven en la pobreza y el 8,5 % (209.688) vive en la pobreza extrema, la mayoría trabaja en condiciones informales, expuestos al calor, a la indiferencia y, muchas veces, al peligro de las leyes callejeras.

No hay cifras que puedan narrar del todo lo que se ve cuando un niño, en vez de jugar, trabaja en las calles. Cuando en lugar de lápices, carga bolsas. Cuando el recreo es el semáforo en rojo.

Las políticas públicas para erradicar la pobreza infantil existen. Pero duermen en documentos, en planes estratégicos, en discursos bien intencionados que no bajan o lo hacen a cuentagotas al asfalto donde vive Diego.

También hay proyectos positivos, pero que no alcanzan por si solos. Como, por ejemplo, el programa Abrazo. Un ejemplo claro de cómo el compromiso social y estatal puede generar un impacto positivo y transformador en las comunidades, pero que está estancado en la buena voluntad.

El Ministerio de la Niñez tiene apenas el 0,1 % del presupuesto general del Estado.

Cifras que hablan por sí solas: los niños pobres son invisibles también para el Excel.

En la última campaña electoral, todos prometieron “niñez con oportunidades”. Ninguno explicó cómo. Porque para eso se necesita más que voluntad. Se necesita Estado. Uno que regule, que proteja, que acompañe. Y que esté presente en ese cruce de calles, antes que el rojo se apague y Diego se pierda entre el humo de los colectivos.

Compré las guayabas. No porque me gusten, sino porque no pude soportar la idea de decirle que no.

Diego es un nombre ficticio, que quizás sea verdad en alguna calle.

Y mientras el semáforo volvía al verde, pensé que nosotros, como sociedad, estamos bien entrenados para seguir andando sin detenernos a pensar en ese niño de sonrisa a flor de piel y mirada triste que lleva puesto el uniforme de la indiferencia…

Pero esa, es otra historia.

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