• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

El más grave y recurrente obstáculo con que se enfrentan las sociedades que aspiran un desarrollo social armónico y un crecimiento económico equitativo, en que la democracia no se limite al goce pleno de las libertades públicas, es la ausencia de políticas de Estado, es decir, aquellas que garanticen la continuidad institucional de los proyectos y programas que demostraron capacidad de concretar sus objetivos y alcanzar los resultados programados, y confirmaron sus previsiones de sostenibilidad en el tiempo.

Pareciera que el hilo conductor que guía esa costumbre perniciosa de ignorar todo aquello que se hizo bien en gobiernos anteriores es la mezquindad para reconocer los méritos del adversario o la manifiesta incapacidad para interpretar el tremendo impacto que representan las políticas del Estado para ir disminuyendo las brechas que separan a los “ricos que son cada vez más ricos de los pobres que son cada vez más pobres” (Juan Pablo II). Nuestro país no es la excepción en esta práctica de hacer todo de nuevo cada cinco años, que es el periodo que dura el mandato presidencial.

Sin embargo, es justo reconocer, aunque en una escala mínima, que algunos programas sociales apuntan a convertirse en políticas de Estado –principalmente por influencias de los grupos de presión–, puesto que lograron sobreponerse a la temporalidad de los gobiernos de turno.

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Estado, Gobierno, política y democracia son conceptos repetidos hasta el hartazgo en el lenguaje cotidiano. Los medios de comunicación tradicionales, y en los últimos tiempos, las redes sociales también se han convertido en los vehículos transmisores de estas palabras que, no por repetidas, son definidas con exactitud o precisión. La clase política, con mayor responsabilidad para apropiarse de estos términos con la autoridad que concede el conocimiento, carece, en su mayoría, de la necesaria formación que le permita agregar contenido a los debates diarios.

Consecuentemente, aunque utilizados con frecuencia, estos conceptos no son bien comprendidos. O, aún peor, fueron mal aprendidos. En ambos casos, al no tenerse una comprensión bien definida de estas palabras, herramienta fundamental para quienes han elegido la política como profesión, es difícil visualizar las funciones del Estado y diferenciarlas de las que son propias de un Gobierno. En este contexto se torna complicado formular diseños que nos permitan aplicar políticas de Estado en el país.

Militantes de esa clase política son los que, en algún momento, administran el poder, sea desde la Presidencia de la República o desde alguna banca en el Congreso de la Nación (diputados y senadores). La falta de claridad, o la priorización de los intereses particulares y/o sectarios, atenta directamente contra la formulación de políticas que puedan desarrollarse bajo la coraza del Estado. Es decir, políticas blindadas a las veleidades, ambiciones o delirios de quienes detentan el poder dentro de un período determinado. Ello implica que puedan imprimir un sello característico a su gobierno. Introducir elementos transformadores de la realidad socioeconómica o correctores de aquellos programas que no llenaron las expectativas a la hora de juzgar los resultados.

La inacabada transición fue incapaz de resolver el desafío de la democracia con calidad. Los relumbrones de algunos programas de contenido social, repetimos fueron insuficientes -porque no tuvieron un foco global- para superar la dramática deuda con la población más carenciada de nuestro país.

La reducción de la pobreza, en especial de la pobreza extrema, no se compadece en cifras con los treinta y seis años que llevamos desde la caída de la dictadura del general Alfredo Stroessner. Razones políticas y culturales se entretejen siempre para torcer el camino que pueda conducirnos al entendimiento, que nos permita añadir elementos sustantivos a la libertad. Por hoy, es suficiente. Buen provecho.

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