EL PODER DE LA CONCIENCIA
- Por Alex Noguera
- Periodista
- alex.noguera@nacionmedia.com
Sentada en el patio de su casa, la mujer de mirada lejana recibe a su nueva amiga, la soledad. A sus casi 80 años, abre una nueva página en su vida y trata de adaptarse, aunque le resulta demasiado dolorosa. Apenas hace unas semanas despidió a su esposo en el cementerio.
En silencio le cuenta a su visita sobre esas últimas horas en el hospital, sobre la agonía de su compañero, sobre ir y venir con prisa para conseguir la comida, medicamentos, intentar comprender lo que exponían los resultados laboratoriales y negar lo que los médicos le insinuaban sobre un final inminente. “Que coma lo que quiera”, le decían; ella tomaba esas palabras como un mensaje de mejoría, pero no se daba cuenta de que era todo lo contrario.
De pronto, con un gesto convulsiona todas las arrugas de su rostro y una lágrima escapa sin darse cuenta. Se propuso no llorar, pero la angustia le oprime el pecho. Entonces cambia de estrategia y sus recuerdos vuelan hasta el Buenos Aires de hace medio siglo atrás, cuando era joven y el muchacho que sería su futuro marido inventaba excusas para estar junto a ella.
Era otra época, otro mundo en el que la felicidad aún existía. Hoy todo es distinto. La maldad se enseñorea en cada rincón con impunidad alevosa. Lee en los diarios cómo un profesor es descubierto tras enviar más de 600 mensajes a su alumnita de 11 años con la evidente intención de abusar de la inocente. Por una broma del destino no se concretó el abuso que pasaría a formar parte de la estadística de miles de casos que suceden cada año en el país.
Esta vez la niña tuvo suerte y el hecho incluso llegó a los tribunales, donde el pederasta en potencia recibiría un castigo ejemplar para que él u otros como él lo pensaran dos veces antes de volver a intentarlo. Sin embargo, tres supuestos Pilatos se lavaron las manos y avalaron la impunidad con profundas excusas… que no sirven más que para pensar que son cómplices. ¿Esa es la Justicia?
¿Dónde está la Justicia?, piensa, cuando un expresidente y un exembajador se unen para conspirar y urdir una trama para destruir a un hombre. Como si algún ser superior les hubiera dado permiso, abusaron de sus prerrogativas para hacer el mal sin importarles la consecuencia de que miles de trabajadores serían afectados o de que se perderían empleos y las familias sufrirían.
Llega la Semana Santa y su nueva amiga invisible le recomendó que encuentre las respuestas que necesita leyendo la Biblia, tarea a la que se empeña cada vez con más frecuencia. Sin superar aún el trauma de la reciente muerte, su meta ahora es descubrir por qué ciertas personas tienen la mala suerte de sufrir más que otras. Se pregunta si sería por un castigo que deben pagar por pecados de sus padres.
A pesar de que no entiende muy bien, una lectura le llama la atención, el libro de Job, que cuenta cómo Dios permite a Satanás que ponga a prueba la fidelidad de su siervo, tarea que el demonio realiza con gran saña matando a los hijos de Job, destruyendo sus propiedades, incluso haciendo que sobre él caiga una enfermedad. Pese a todos estos males, Job no reniega del Señor y finalmente recibe su recompensa.
Sin embargo, el texto leído abre nuevos interrogantes a la octogenaria. ¿Cómo un padre bondadoso permite que un hijo sufra todo tipo de calamidades? No entiende. Es algo que deberá preguntarle al sacerdote, aunque no tiene mucha esperanza en una explicación convincente. La última vez le había dicho que Dios otorga las pruebas más difíciles a sus mejores guerreros. Ella no quería ser una guerrera. Tampoco le convenció mucho eso de que cada uno lleva la cruz que es capaz de soportar.
La mujer sola, sentada en su patio, analiza cómo la Semana Santa se volvió un jolgorio de chipas y cerveza, de tatakua y vino y poca reflexión. Es tarde y su amiga se despide con una frase que ahora comprende a la perfección: “No sos la única. Las personas pueden jugar a ser poderosas y creerse impunes, pero indefectiblemente al final todas recibirán mi visita. Hasta mañana”.