• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Fue en la agonía de la dictadura (aunque aún no lo sabíamos porque Alfredo Stroessner parecía eterno), allá por 1988, cuando el director del diario vespertino en el cual trabajaba tuvo el acierto de contratar al profesor Rolando Natalizia para que perpetráramos menos crímenes en contra de la ortografía, la correcta redacción y el buen gusto. Nacido en Italia, pero paraguayo por decisión (nunca mejor ajustado el lugar común), este eminente catedrático de los colegios de más renombre de la capital y de las dos únicas universidades existentes en aquella época era una persona afable, a pesar de su fama de inflexible educador. Yo no podía dejar de asociarlo con su libro de latín “Nihil-Roma-Maius”, que convirtió en un martirio nuestro paso por el cuarto, quinto y sexto cursos del bachillerato en Ciencias y Letras en el Colegio Nacional Mariscal Francisco Solano López de Pilar (1971-1976). En realidad, mi sueño era convertirme en maestro en la Escuela Normal de Profesores n.º 7, pero el cambio curricular de 1973 me asignó otro destino.

Y ahí estaba, parado frente a nosotros. Llegó con varias hojas en tamaño oficio, prolijamente anilladas, con frases completas extraídas de diferentes ediciones del periódico. De los (malos) ejemplos de todas las secciones, Policiales y Deportes ocupaban las primeras líneas. Fue una clase práctica que no se detuvo solamente en puntos (apartes y seguidos), comas, puntos y comas, acentos mal utilizados, anfibologías, pleonasmos y significados no correspondidos, sino que también fue directamente a las horripilantes (e hilarantes) construcciones gramaticales. “El cadáver –describía una de las crónicas– fue izado en una patrullera de la policía”, “testigos aseguran haber visto al occiso paseándose en bicicleta en horas de la tarde”, “de los nueve impactos, solo uno fue mortal”. Las siguientes expresiones pasaron a formar parte del humor popular: “chutó con pierna cambiada”, “una especie de córner corto”, “el partido terminó cuando el referí llevó al silbato a la boca”. No registré aquellas verdaderas aberraciones contra el idioma, en que el lector debía adivinar el qué, el quién o el dónde, y solo me quedé con las que me parecían más simpáticas (es un decir). Como aquel poético título del siempre inquieto Cachito: “Coreano, casco en mano, le pegó a su hermano”.

Nuestra calurosa sala de Redacción, donde un pedazo de cartón era el único acondicionador de aire, estaba dividida entre quienes decidieron quedarse con su título de bachiller o profesional universitario (no se exige título de periodista para ejercer el periodismo) y quienes tomaron la libre y saludable determinación de continuar formándose por su propia cuenta, mediante un hábito omnívoro por la lectura. Quizás habría que añadir un tercer grupo: el de los que crecimos aprendiendo (al menos lo intentamos) de estos últimos, como, y principalmente, Fernando Cazenave y Antonio Carmona. La vieja fórmula de don Martín Vivaldi seguía funcionando con precisión de tren japonés: “Para aprender a escribir bien, primero hay que aprender a leer mucho”. Hoy, cada vez es menor la cantidad de gente que lee, mientras aumenta considerablemente el índice de los que ni comprenden lo que leen. El impagable soliloquio del periodista español, ya fallecido, Jesús (Rodríguez) Quintero o El Loco de la Colina, continúa dando de pleno en el clavo: “Los analfabetos de hoy son los peores porque, en la mayoría de los casos, han tenido acceso a la educación. Saben leer y escribir, pero no ejercen”.

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El sistema educativo nacional no logró avanzar de la conciencia ingenua y alienadora a la conciencia crítica; por tanto, seguimos colocando un ladrillo más en la pared. Salvo las excepciones de Blanca Ovelar y Marta Lafuente, en los últimos 35 años el ministerio del área fue un permanente manoseo del cupo político, con catastróficos resultados. La gestión de Luis Fernando Ramírez tendrá su oportuno tiempo de evaluación. El 70 % de aplazados en el último examen para acceder al Banco de Datos de Docentes Elegibles, convocado por el Ministerio de Educación y Ciencias, refuerza nuestro argumento. Es un indeseable legado para el actual secretario de Estado. Pero, al mismo tiempo, su mayor compromiso con el futuro. Aparte del aprender a conocer, hemos fracasado en otros pilares fundamentales, como el aprender a ser y el aprender a convivir o a vivir con la demás. Por ello, hasta ahora, carecemos de una cultura democrática.

Las tragedias se multiplican en el campo de la educación, desnudando la ausencia –de larga data– de una escuela cultivadora de valores y de proyecciones al resto de la sociedad. La Dirección General de Protección y Promoción de la Niñez y la Adolescencia del MEC registró, al 10 de setiembre de este año, 1.456 casos de violencia, que incluyen acoso y abuso sexual, acoso escolar, ciberacoso, autolesión, maltrato verbal y sicológico, intentos de suicidio y agresiones entre pares. A estos debemos agregar las amenazas a instituciones educativas a través de las redes sociales o la presencia de grafitis, tanto en las paredes de los sanitarios como en las propias aulas. Grafitis que aumentan nuestra tragedia educativa, como aquella inscripción que decía: “Avera masacre”. Me hizo recordar a José Luis Appleyard y sus inolvidables “Monólogos”. Si somos lo que escribimos, como suele decirse, ¡Dios nos asista! Buen provecho.

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