La elaboración del presupuesto bajo el modelo de crecimiento vegetativo por el cual se aumenta el gasto público con relación al anterior período en una secuencia interminable deja de lado la eficiencia, la calidad y la contraprestación del dinero de los contribuyentes.
Este modelo descarta por lo menos dos indicadores. Hay otros, pero en razón al espacio de esta nota cito, primero, el indicador de metas y, segundo, el de desempeño. Las metas están en la Constitución y en las respectiva carta orgánica del órgano estatal. El desempeño, por su parte, requiere de evaluación cada tres meses haciendo relevante la calidad del gasto, la eficiencia y la eficacia, valorando la contraprestación al contribuyente. Después de todo, el Estado no tiene nada que antes no le haya sacado a la gente.
A partir de aquí todo es diferente. El ministro, el director, cada órgano está expuesto a control permanente. Pero sin metas ni desempeños medibles de la actividad estatal (también ocurre en el sector privado) la rutina desvincula el funcionamiento del Estado de sus objetivos. No se cumple la ley fundamental y tampoco con el programa de gobierno votado en su momento por la ciudadanía.
Por tanto, es de considerarse relevante que el presupuesto público no es del Estado como se cree, se dice y se practica; es de las personas que pagan sus impuestos. Cuando un presupuesto es aprobado con déficit pues quiere decir que se está gastando más de lo que se tiene y su modo de financiación es subiendo los impuestos o creando otros nuevos, aumentando la deuda o apelando a la emisión inorgánica de dinero.
Cualquiera de las tres formas son dañinas para la economía de los individuos, las familias y las empresas privadas. Y a partir de aquí el problema se torna peligroso no solo desde la política económica, sino para el futuro mismo de la democracia constitucional.
No es de extrañarnos en tal sentido que los políticos y burócratas argumenten sin rubor alguno que las políticas sociales o el llamado gasto social solo es posible aumentando el presupuesto. Hasta afirman que “los ricos deben pagar todavía más y entonces lo deben hacer”. Esta es una falacia absoluta porque los “grandes contribuyentes” simplemente soportan las subas que le imponen los gobiernos trasladando los costos a los demás, en especial hacia los más pobres y desempleados así como a los jornaleros.
Pero eso sí, la causa no está en aquellos que más tienen, sino en el Gobierno que mal administra. No hay países pobres, sino mal administrados.
Hasta tanto no se comprendan los principios de la sociedad libre, el populismo estatista seguirá en lo mismo: disponer de beneficios para unos pocos cargando los multimillonarios costos sobre toda la población.
(*) Presidente del Centro de Estudios Sociales (CES). Miembro del Foro de Madrid. Autor de los libros “Gobierno, justicia y libre mercado”: “Cartas sobre el liberalismo”; “La acreditación universitaria en Paraguay, sus defectos y virtudes” y otros como el recientemente publicado “Ensayos sobre la Libertad y la República”.