Como ocurre cuando un nido de avispas recibe una pedrada y todos los insectos salen furiosos para clavar sus aguijones a cualquier ser vivo –sospechoso o inocente– que esté cerca, la muerte del diputado Lalo Gomes hizo que todos los políticos del país también salieran volando para levantar su voz de protesta por la forma en que culminó el allanamiento en su casa. En pocos minutos la ciudad de Pedro Juan Caballero se convirtió en un hervidero.
Por más que mediara orden de juez, por más fiscales que estuvieran presentes, por más que fuerzas especializadas realizaran el operativo, por más que se tratara de un supuesto caso del crimen organizado que mueve millones de dólares y toneladas de droga, por más que el diputado abriera fuego contra los intervinientes, las reacciones políticas exigieron la dimisión del ministro del Interior y del comandante de la Policía Nacional.
Tuvieron que convocar a una sesión extraordinaria y reservada en el Senado para que los que participaron del allanamiento explicaran con lujo de detalles lo ocurrido esa madrugada. Solo entonces las avispas se calmaron un poco.
En la misma ciudad, a poca distancia de la vivienda de Lalo Gomes, hace apenas unas horas, Brendo Rojas corría desesperado al darse cuenta de que unos hombres armados lo perseguían. Entró en una hamburguesería para intentar escapar de su fatal destino, pero sus esfuerzos fueron vanos. Los sicarios descargaron sus armas en la humanidad de Brendo, quien cayó ensangrentado al suelo con al menos doce disparos en el cuerpo. Ni un solo político se molestó por lo ocurrido.
En ambos casos, el resultado fue el mismo: a dos personas, a dos seres vivos les cercenaron su derecho de seguir existiendo y hoy sus cuerpos se deterioran irremediablemente recordándonos lo frágiles que somos todos a pesar de que el dinero y las efímeras riquezas materiales hagan que sintamos la ilusión de ser poderosos e inmortales.
Casi siempre olvidamos lo valiosa que es la vida, ya sea de otros o propia, la de los seres humanos o la de los animales, incluso las plantas. Al pasar por la calle arrancamos una plantita y una vez más hemos matado sin ningún remordimiento o usamos un gato que pasa por la barda de la casa como divertido blanco de tiro. La vida no se repite, es única y también débil, por eso deberíamos atesorarla, pero eso no ocurre.
En esta época, en la que los conflictos internacionales pululan por todo el planeta, somos testigos de horrores intolerables. En Israel, terroristas entran y asesinan a miles de civiles; en Gaza la cifra de muertos por los bombardeos ya superan las 40.000 víctimas; en Ucrania el ejército ruso reivindica zonas matando y los ucranianos contragolpean en Kursk; en Venezuela el número de muertos por las protestas contra el fraude electoral suman 27; en Yemen, en Irán y en Líbano también los asesinatos son el pan de cada día. Los portaviones surcan los océanos, los aviones los cielos y los misiles llevan su mensaje de muerte de un bando a otro. Todos se ponen de acuerdo en destruir en lugar de construir. Todos tienen buenas excusas, que en el fondo no valen nada, el resultado sigue siendo de más muertos.
Hace un mes, el papa Francisco comentaba que “la democracia no goza de buena salud” y es cierto. Algo no funciona cuando la gente, los ciudadanos quieren paz y progreso, en tanto que los dirigentes mundiales se empeñan en hacer la guerra y enriquecerse vendiendo armas y cosechando vidas inocentes.
La democracia está enferma, el virus de la maldad, del egoísmo, la falta de empatía, la desmedida ambición y también el miedo muerden su carne. Está enferma.
En su exposición, el Santo Padre también mencionaba que “la indiferencia era el cáncer para la democracia”. Por eso, luego de reflexionar cada uno, deberíamos hacer algo. Al menos, comenzar a valorar más la vida, que tan depreciada se encuentra en estos momentos.