• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Nuestra mediocridad duele. Lacera la lengua, golpea los ojos y aturde los oídos. Sobre todo, porque es recurrente, cotidiana y pública. Uno de los campos donde más queda expuesta a las evidencias sin refutación posible es en la política. Ahí se lastima hasta el sentido común, aquel que se obtiene por la simple observación y contrastación de datos, incorporando su grado de racionalidad. Se profana el pensamiento crítico con impenitente sacrilegio. La cerrazón mental impide articular siquiera algunas premisas lógicas para inferir las conclusiones más elementales. Desde la opinión se pretende instalar e imponer una narrativa sin coherencia interior. El análisis, entendido como la separación de un hecho en partes para su mejor comprensión y claridad, no es una práctica habitual, pues podría resultar inoportuno para los fines de quienes ambicionan someter a la opinión ciudadana a sus sesgados puntos de vista. Otros, sencillamente, carecen de las mínimas herramientas intelectuales para proceder a ese examen quirúrgico de ideas y situaciones fácticas que existen más allá de nuestras intenciones y deseos. Entonces, se tira al bulto y se dispara a discreción con el propósito de que el humo distraiga la atención de lo que realmente ocurre.

La sociedad consume versiones incompletas o abiertamente manipuladas, haciendo inaccesible el camino hacia la verdad. Sociedad que, a su vez, arma un remiendo que abastece a la confusión con los ingredientes que condimentan el caos conceptual. En ese mar a la deriva cada uno tiene razón, menos el otro. El ruido de la irracionalidad perturba los andamiajes de la democracia porque cada grupo o sector cree poseer la definición exacta de su origen, esencia y funcionamiento. De acuerdo con sus particulares conveniencias, obviamente. Y a ese aturdimiento que afecta el recto juicio contribuyen los replicadores mediáticos, que suelen añadir al periodismo de transcripción literal, con abundante estulticia, los inconexos relatos extraídos de su propia chacra. De modo que lo que ayer condenaban como un poder omnímodo, de copamiento autoritario de las instituciones del Estado, por un sector interno de la Asociación Nacional Republicana, en la primera disidencia intestina –natural en un régimen democrático– pretenden exhibir una presunta contradicción e incoherencia entre las partes (entiéndase Poder Ejecutivo, partido político y representación parlamentaria). Porque, según el escrutinio sobre el cual formulan su parecer, este modelo –denunciado como dictatorial por ellos mismos– debía mantener una estructura monopólica, sin fisuras ni oposiciones.

La mediocridad engorda el fanatismo y estimula la castración del pensamiento. Solo para el fascismo el desacuerdo es traición, reflexionando con Umberto Eco, y no un instrumento del progreso de los conocimientos. La tensión es la nutriente de la dialéctica en la que se debate y argumenta mediante la acción de los opuestos. Es la que sacude de su modorra al estatus quo. Por tanto, imprescindible para el enriquecimiento de toda sociedad que apuesta a la democracia, capaz de sobrevivir a la pluralidad y las controversias. El discurso marcialmente unificado solo aumenta la medianía y la esclerosis ciudadana. Este asunto guarda relación con la muerte del diputado Eulalio “Lalo” Gomes, del Partido Colorado, abatido durante un allanamiento domiciliario –sospechado de mantener nexos con el crimen organizado– que fue ejecutado por jueces, fiscales y organismos de inteligencia y seguridad del Estado.

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Sus pares de la Cámara Baja, en sesión extraordinaria, aprobaron, con el voto mayoritario de legisladores oficialistas, una resolución en la cual solicitan la salida del ministro del Interior, Enrique Riera, y el comandante de la Policía Nacional, Carlos Benítez, en tanto ambos recibían el apoyo del presidente de la República, Santiago Peña, y del vicepresidente Pedro Alliana. Los senadores, a juicio del Poder Ejecutivo, contrariamente a los diputados, mostraron “madurez política” al tiempo de cuestionar a los que se “precipitaron al sacar un comunicado y una manifestación sin haber conocido en detalle lo acontecido”. Sin embargo, el propio mandatario pidió paciencia para saber “qué realmente ocurrió en esa madrugada” mediante una investigación paralela sobre el operativo. Ambas posiciones son eminentemente políticas. En síntesis, la sensatez aconseja esperar para emitir un veredicto de condena o absolución, aunque algunos, paradójicamente, ya firmaron un fallo anticipado. Los funcionarios públicos, igual que los entrenadores de fútbol, son hijos de los resultados. En este caso específico, de una investigación fundada en el análisis de los hechos. La ciencia, a diferencia de la opinión, exige evidencias. O la desestimación de toda duda. Así funciona el Estado de derecho. Solo que nos cuesta o no queremos entender. Buen provecho.

Etiquetas: #De evidencias

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